México se volvió un país donde todos los menús suenan igual. Abres la carta y ahí están, uno tras otro, como si alguien los hubiera copiado y pegado en cadena: burrata, pulpo a las brasas, short rib en su jugo, risotto de hongos, costra de queso, tártar de atún, robalo con mantequilla café.
Los nombres cambian, los platos no.
Nos acostumbramos a una gastronomía del espejo: restaurantes que se miran entre sí y reproducen lo que funciona en Instagram, no lo que nace del territorio.
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Las burratas se multiplican como clones lácteos; los tacos “gourmet” son idénticos en Monterrey, Guadalajara o Polanco; y las cocinas que prometían identidad acaban ofreciendo un menú que podría pertenecer a cualquiera.
Detrás de esa repetición no hay falta de talento, hay miedo. El miedo a salirse del molde, a que el comensal no entienda, a que la crítica no perdone, a que el algoritmo no recomiende.
El miedo a que el plato no sea fotogénico.
Así nació una nueva categoría de cocina mexicana: la cocina del algoritmo.
Hace veinte años el riesgo era otro: la copia del recetario francés, el complejo de la técnica importada.
Hoy, la copia viene de la estética: platos pensados para gustar en pantalla, no en boca.
Y no se trata de nostalgia —nadie quiere volver al filete con reducción de balsámico de los 2000—, sino de identidad: ¿qué sentido tiene hablar de “territorio”, “sostenibilidad” o “producto local” si la carta se diseña desde Pinterest?
He comido el mismo menú con distintos acentos.
En Puebla con chiles secos, en Querétaro con miel local, en Mérida con recado rojo.
Distintos ingredientes, idéntico resultado: un plato que no dice de dónde viene.
Y lo más curioso: todos se presentan como “de autor”.
La industria también empuja hacia esa repetición.
El comensal promedio ya no busca sorpresa, busca confirmación: que el short rib esté, que la burrata esté, que el trago de mezcal con jamaica esté.
La comodidad se volvió la nueva fidelidad.
Pero si todos cocinan igual, ¿a qué vamos a salir a comer?
La gastronomía mexicana está viviendo su propio síndrome de streaming: exceso de oferta, poca diversidad real, mucho contenido reciclado.
Y el problema no es solo de creatividad, sino de riesgo cultural.
Si el plato no cuenta una historia distinta, la comida se convierte en puro entretenimiento.
Ojalá el próximo boom gastronómico mexicano no venga de un platillo nuevo, sino de un gesto viejo: atreverse a cocinar desde la verdad propia.
Esa que no siempre luce bonita, que no siempre se deja fotografiar, pero que tiene algo que los filtros no pueden imitar: sabor con sentido.
