Confieso que he pecado de adjetivista. He dicho "sublime" cuando era correcto, "honesto" cuando era apenas decente, "revolucionario" cuando solo era distinto. Durante años, quienes escribimos sobre gastronomía confundimos la cortesía con la inteligencia. Creímos que escribir bonito era resistencia, cuando en realidad fue una manera elegante de callar.
El periodismo gastronómico vive una crisis que no se nota porque se disfraza de tendencia. Publicamos fotos impecables, textos suaves, entrevistas que parecen publirreportajes. Muchos medios se volvieron parte de la maquinaria del ego: la industria de lo cool. Es difícil morder la mano que te invita, te paga el vuelo o te ofrece la cena de seis tiempos. Más difícil aún cuando el crítico y el cortejado comparten mesa.
No se trata de nostalgia por una época dorada que no existió. Se trata de preguntarnos qué lugar ocupa la palabra en una escena donde todo parece contenido. La crítica se domesticó: los medios temen perder acceso, los chefs temen ser juzgados, los lectores ya no distinguen una reseña de una campaña. Nadie quiere ser el malo de la película, así que todos escribimos lo mismo: "imperdible", "auténtico", "maravilloso".
Te podría interesar
Yo también lo he hecho. Por miedo, por diplomacia, por costumbre. Porque es más fácil llenar el vacío con adjetivos que con ideas. Pero el periodismo no puede ser una galería de elogios ni una sucesión de hashtags. La crítica —cuando es verdadera— incomoda. Si nadie se ofende, quizá no estamos diciendo nada.
Ejercer libremente este oficio significa aceptar puertas que se cierran y correos que ya no se contestan. Cocineros que confunden desacuerdo con traición. Pero la libertad, en gastronomía como en la cocina, no se negocia: se practica. Cada texto debería ser un acto de independencia, no de conveniencia.
La crítica no destruye, ordena. No busca tumbar, busca entender. En un país donde el periodismo gastronómico se volvió eco del poder culinario, escribir con rigor es casi un gesto subversivo.
Confieso que he pecado de adjetivista. Pero también creo en la posibilidad del arrepentimiento. Y en que, quizá, el futuro de la gastronomía mexicana no dependa solo de sus chefs, sino de quienes todavía nos atrevemos a escribir lo que realmente probamos.
