“Cocinera tradicional”: dos palabras que en los últimos años se repiten como mantra en festivales, congresos y discursos oficiales. Dos palabras que suenan a respeto, pero que muchas veces esconden lo contrario: explotación. Lo que se vende como preservación cultural termina siendo, en más de un caso, una vitrina donde las cocineras aportan prestigio mientras otros se llevan el beneficio real.
Durante décadas, estas mujeres sostuvieron la cocina mexicana sin reflectores. Alimentaron pueblos enteros en fiestas patronales, mantuvieron técnicas de nixtamalización, heredaron saberes que hoy son parte del discurso identitario. Sin embargo, cuando la moda de lo “tradicional” llegó al marketing turístico y gastronómico, su figura se volvió recurso. Se les sube a escenarios, se les pide cocinar frente a cámaras, se les convierte en postal viva de un país que presume diversidad. Pero una vez apagadas las luces, la mayoría vuelve a la misma precariedad de siempre.
El problema no está en la visibilidad —negarla sería absurdo— sino en cómo se administra. Porque la etiqueta “cocinera tradicional” funciona muchas veces como legitimación de proyectos ajenos: chefs que validan sus menús mostrando colaboración con ellas, gobiernos que llenan informes con su imagen, marcas que venden autenticidad a costa de su trabajo. La tradición se convierte en accesorio; la cocinera, en personaje secundario.
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¿Quién se beneficia realmente? Una minoría logra acceder a mercados más amplios, viajar, cobrar con dignidad. Pero la mayoría sigue atrapada en ferias donde se les paga apenas para cubrir insumos, o en eventos donde su presencia es simbólica y no remunerada. Es la vieja historia mexicana: las comunidades producen valor, las élites lo capitalizan.
Lo más grave es que esta dinámica instala la idea de que la tradición es un espectáculo listo para consumirse. Como si la memoria culinaria fuera un número más en la programación cultural, no un derecho vivo de comunidades con nombre y rostro. Se les aplaude por mantener viva la historia, pero se les impide vivir con dignidad en el presente.
Hablar de cocineras tradicionales debería implicar compromisos concretos: contratos justos, programas de apoyo, créditos accesibles, inclusión en la seguridad social. Pero en lugar de eso, se les regalan diplomas y se les coloca como patrimonio intangible, como si con un título bastara para resolver desigualdades históricas.
La explotación disfrazada de tradición es peligrosa porque normaliza que la cultura viva se use como recurso turístico sin generar condiciones mínimas de justicia. Si de verdad creemos que estas mujeres son guardianas de la cocina mexicana, deberíamos exigir que la relación con ellas deje de ser folclor y se convierta en política pública.
El futuro de la cocina nacional no depende de chefs con estrella Michelin ni de influencers gastronómicos. Depende de que esas mujeres puedan transmitir su conocimiento sin ser convertidas en accesorio. La memoria no se preserva con selfies: se preserva con dignidad.
