La gentrificación no solo sube rentas: también devora tradiciones. Y en México, donde la identidad pasa por el paladar, eso duele.
Mira lo que pasa con el pan de muerto. En los barrios, sigue saliendo de hornos comunitarios a 20 o 25 pesos la pieza. Pero en colonias gentrificadas como la Roma o la Condesa, lo mismo aparece a 120 pesos con “relleno de matcha” o “glaseado de cardamomo”. El resultado: el pan que fue altar de barrio se convierte en accesorio gourmet de Instagram.
O la barbacoa: en pueblos como Tulyehualco o Texcoco todavía implica levantarse de madrugada, horno de tierra y familia entera alrededor. En la Juárez o Polanco ya la encuentras servida en mini tacos de degustación, con maridaje de mezcal premium, a 450 pesos el plato. El ritual dominical de barbacoa en cazuela de plástico se vuelve “fine dining experience” detrás de un muro de cristal.
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Lo mismo con los tamales. En cualquier esquina de la Doctores o Iztapalapa, el atole y el tamal de hoja de maíz son desayuno de obrero y oficinista. Pero en cafés de colonias hipster ya hay “tamales veganos de quinoa” a 95 pesos, servidos en vajilla minimalista. No se trata de negar la innovación, sino de advertir el costo: cada tamal boutique que se vende es un cliente menos para la señora que lleva treinta años con su olla en la banqueta.
El patrón es claro: cuando la cocina popular se transforma en “producto premium”, no solo cambia de precio. Cambia de contexto. El pozole deja de ser mesa larga con rabanitos y orégano compartido, para convertirse en “Pozole Tasting” con cazuelitas de degustación. La quesadilla de comal en el mercado se vuelve “quesadilla de maíz azul heirloom” en carta en inglés. El platillo sobrevive, pero la tradición muere.
Y lo más preocupante es que la narrativa del “rescate gastronómico” suele estar en manos de quienes nunca vivieron esos platillos en su entorno original. La fonda de barrio se desplaza para abrir paso al restaurante de autor, el mercado se queda vacío mientras la versión gourmet llena portadas de revistas. Esa apropiación estilizada borra el origen y borra también a la gente que lo sostuvo durante generaciones.
La gentrificación de la comida no es solo un tema de precios. Es un despojo cultural. Porque un platillo no es solo su receta: es quién lo prepara, dónde se come y con quién se comparte.
La defensa de la cocina mexicana no pasa por encarecerla y disfrazarla de experiencia gourmet para turistas. Pasa por garantizar que siga viva en los mercados, en las fonditas, en las esquinas donde nació.
Porque el día que la gentrificación termine de comerse a la cocina, no habremos perdido un platillo. Habríamos perdido la memoria de lo que éramos.
