Hay una pregunta que casi nadie se hace cuando salen los rankings gastronómicos, pero que debería abrir cada conversación sobre ellos: ¿por qué confiamos tanto en una lista que no escribimos nosotros?
Las guías se presentan como brújulas. Pero las brújulas, si no sabemos quién las calibró, también pueden llevarnos directo al precipicio.
Esta semana se publicó el nuevo ranking de Marco Beteta. Antes fue Culinaria Mexicana. Y antes —o más bien desde fuera— llegó Michelin con la solemnidad de un árbitro que se siente universal. Tres actores distintos, tres metodologías distintas, tres intenciones distintas… pero la misma pretensión: decirnos qué vale la pena. Y, más peligrosamente, decidir qué debe importarnos.
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Lo fascinante —y lo preocupante— es que todas las celebramos, las citamos, las criticamos, las invocamos. Pero pocas veces nos preguntamos lo único que realmente importa: ¿quién guía a las guías?
Marco Beteta: la guía que quiere ordenar el caos
La MB100 aparece como un intento por hacer lo que nadie ha logrado: crear un mapa gastronómico nacional que no dependa de criterios extranjeros. Esa intención importa. Mucho.
Pero una guía nacional también carga con un problema nacional: ¿cómo representas un país donde la cocina de humo en Oaxaca tiene la misma profundidad cultural que un menú de degustación en Polanco?
Beteta propone un comité amplio. Correcto. Auditoría externa. Bien. Pero aun así, las preguntas sobreviven: ¿qué pesa más: técnica, experiencia, consistencia, fama, precio promedio, narrativa? ¿Quién define la escala? ¿Quién decide que un restaurante está «dentro» y otro «fuera»?
La guía intenta ordenar el caos. Pero ordenar siempre implica jerarquizar. Y jerarquizar siempre implica dejar algo fuera.
Culinaria Mexicana: el consenso que nació cerrado
La Guía México gastronómico tiene un valor imposible de ignorar: ha estado ahí cuando nadie más quería mirar a la gastronomía mexicana con seriedad editorial. Pero también tiene su talón de Aquiles: nació como un ecosistema de insiders.
Hay conocimiento real, sí. Hay territorio, hay memoria, hay contexto. Pero también hay cercanía. Mucha. Cercanía con chefs, con instituciones, con círculos gastronómicos que a veces son más cerrados que una cocina de concurso.
¿Eso la invalida? No. ¿La vuelve incuestionable? Mucho menos. Culinaria Mexicana representa a un México gastronómico real… pero parcial. Un México donde la técnica clásica pesa tanto como la narrativa del chef. Un México donde el prestigio se construye en congresos, cenas, recetarios y sobremesas con gente que se conoce entre sí desde hace décadas.
Michelin: el extranjero que llega con reglas importadas
Luego está Michelin. La guía que muchos esperaban como quien espera una coronación. La guía que otros temían porque trae criterios formados en otro continente, otra historia y otra noción del lujo.
Michelin es útil. No hay duda. Coloca a México en un mapa global, atrae turismo gastronómico y profesionaliza ciertos estándares. Pero Michelin nunca ha entendido del todo lo mestizo. Lo comunitario. Lo rural. Lo que no se sirve en vajilla francesa.
Michelin reconoce cocinas donde hay inversión, estructura, brigada, técnica replicable. Y la cocina mexicana, la más mexicana de todas, no siempre cabe en esa caja. No porque falte calidad, sino porque Michelin nació para medir otra cosa: estabilidad, servicio, ritual, precisión, repetibilidad.
México es sabor, territorio, contexto, improvisación virtuosa. Lo que aquí vale no siempre es lo que Michelin sabe medir.
Las guías no son oráculos, son ideologías
Cada guía defiende algo: Beteta defiende una visión moderna de criterio nacional. Culinaria la memoria, gremio, técnica tradicional. Michelin la estructura, excelencia formal, hospitalidad estandarizada.
Pero ninguna es neutral. Todas responden a una forma de ver el mundo. Todas seleccionan. Todas omiten. Todas premian. Todas invisibilizan.
Y el lector —ese comensal que abre la guía creyendo que está encontrando certezas— casi nunca ve la ideología detrás. Ve una lista. Nada más. Y la lista parece tan limpia, tan confiable, tan completa… que no sospecha los filtros invisibles que la construyeron.
El riesgo de dejar que otros decidan nuestro paladar
El verdadero peligro no es que una guía se equivoque. El verdadero peligro es que nosotros dejemos de pensar.
Una guía puede crear circuitos artificiales: restaurantes que empiezan a cocinar «para la guía» y no para su comunidad. Regiones enteras que desaparecen del radar mediático porque nadie fue a comer allá a tiempo para evaluarlas. Jóvenes cocineros que creen que su éxito depende más de entrar en una lista que de honrar su oficio. Comensales que confunden reconocimiento con calidad y foto bonita con técnica.
Una guía puede ser una brújula. O puede ser una jaula. Depende de cómo la usemos.
¿Quién guía a las guías?
La pregunta no era retórica. La respuesta tampoco es cómoda. Nadie guía a las guías. Las guías se guían solas: por sus comités, por sus sesgos, por sus prioridades, por la visión —y la ambición— de quienes las escriben.
¿Entonces qué hacemos? Lo único sensato: no delegar el criterio.
Usar la guía como referencia, no como dogma. Como mapa parcial, no como territorio completo. Como puerta de entrada, no como destino final. Como provocación, no como sentencia.
Porque al final, la mejor guía no está firmada por Beteta, ni por Culinaria, ni por Michelin.
La mejor guía es la que construimos con criterio propio: haciendo preguntas incómodas, buscando contexto, escuchando territorio y recordando que ninguna lista —por prestigiosa que sea— sustituye el ejercicio de pensar por nosotros mismos.
