Nos encanta decir que vivimos en la época dorada de la gastronomía. Nunca hubo tantos restaurantes, tantos chefs expuestos, tantos videos explicando recetas en treinta segundos, tantos rankings y tantos “expertos” autoproclamados. Nunca se habló tanto de comida… y, sin embargo, nunca se pensó tan poco en ella.
El problema no es la pasión. El problema es la superficialidad disfrazada de conocimiento.
Hoy ser foodie se volvió una identidad instantánea: basta con pedir un flat white, grabar el interior de un restaurante o describir un plato con tres adjetivos grandilocuentes. El entusiasmo es válido, pero el entusiasmo sin criterio se vuelve ruido. Y el ruido, cuando domina la conversación, aplasta la complejidad que sostiene una cocina.
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Porque detrás de cada platillo hay un sistema cultural, técnico y social que rara vez aparece en las fotos bonitas. ¿Qué hay detrás de un mole? ¿Cuánta técnica cabe en un tamal? ¿Qué significa realmente “cocina de autor”? ¿Por qué seguimos repitiendo frases sin pensar, como “está muy casero” o “este lugar es súper auténtico”?
La conversación gastronómica se empobreció justamente cuando más acceso a la información tenemos. Se volvió un aplauso automático, una validación por algoritmo. Se volvió consumo. Y en el consumo, lo importante no es comprender: es compartir.
La industria lo sabe y lo aprovecha. Si la gente premia lo espectacular antes que lo bien ejecutado, se sirve espectáculo. Si la gente valora una pared estética antes que un buen fondo, se construyen sets de TikTok. Si la intuición técnica desaparece, cualquiera puede vender humo sin que se note. Y en esa mezcla de confusión, prisa y algoritmos, la gastronomía real —la que se piensa, la que se siente, la que se trabaja— queda relegada a un rincón incómodo.
No se trata de elitismo. No se trata de excluir a nadie del disfrute. Se trata de recuperar la profundidad pérdida, de volver a conectar con lo que comemos más allá del filtro, del trending y del «se ve rico». Se trata de entender que la gastronomía es un lenguaje, y que un lenguaje sin sintaxis se vuelve un balbuceo colectivo.
Nos acostumbramos a hablar de comida como si fuera un accesorio más de la personalidad. Pero la cocina no es un accesorio: es una conversación histórica. Y una conversación histórica no puede sostenerse en frases vacías.
El foodie moderno celebra mucho y cuestiona poco. Y quizá ha llegado el momento de que esa balanza cambie.
¿Qué tan dispuestos estamos a dejar de aplaudir… para empezar a entender?
