Hay palabras que envejecen rápido, y luego está hotspot, que ya nació cansada.
En estos tiempos donde todo es “tendencia”, “concepto” y “experiencia curada”, pareciera que nadie quiere decir la verdad simple y humana: fui a un lugar porque me dio hambre, porque me lo recomendaron o porque la vida me llevó ahí. No. Hoy tiene que ser el nuevo hotspot. Ese sello ridículo que la industria repite hasta el agotamiento para inflar la expectativa y matar la autenticidad.
La semana pasada mi amigo Beto Ballesteros me escribió a propósito de la columna anterior. Me dijo, con razón, que usamos la palabra hotspot como si fuera oxígeno; que la nombramos sin pensar en lo que implica. Y tenía razón: basta escuchar a ciertos “recomendadores” que hablan más como voceros de marca que como personas que realmente pisan el suelo de la ciudad. Ahí fue cuando pensé: sí, llevamos rato jugando a este teatro sin cuestionar el libreto.
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El problema no es la palabra. El problema es el discurso que carga detrás.
Decir que un lugar es “hotspot” implica que su valor está en su moda, en su momento, en la fila que provoca. No en su sazón. No en su alma. No en las manos que lo trabajan. No en la historia que lo sostiene. Convertimos la cocina en un algoritmo, y la ciudad en un inventario de locales que pueden presumirse, fotografiarse y desecharse cuando llegue el siguiente.
Y aquí lo incómodo —lo que nadie dice porque rompe el encanto de la invitación con glitter—: cuando llamamos hotspot a un lugar, no informamos, no narramos, no orientamos; hacemos publicidad gratuita. Y lo peor: publicidad barata, automática, acrítica. Esa que se regala desde la pereza.
Porque para decir “hotspot” no hace falta probar, pensar, preguntar, investigar, comparar. Es una palabra que funciona sola, sin contexto, sin historia, sin evidencia. Una palabra hueca que el algoritmo agradece y el lector no necesita.
Yo, al menos, ya me harté.
Me cansa esa ciudad inventada donde todo es “imperdible”, “viral”, “trending”, “hot”. Me cansa porque no se parece en nada a la ciudad que realmente camino: la de las fondas donde el caldo sigue hirviendo aunque nadie lo postee; la de los comedores donde nadie dice “concepto” porque ahí las cosas se llaman por su nombre; la de los lugares con décadas encima que jamás serán “hotspot”, pero siempre serán hogar.
Y quizá ahí está la verdadera señal de alerta: cuando todo es hotspot, nada lo es.
Prefiero, mil veces, la palabra incómoda, la duda honesta, la reseña que no busca caerle bien a nadie. Prefiero decir que un lugar vale —o no vale— por razones concretas, no por una narrativa diseñada para vender brunch y cocteles.
Tal vez va siendo hora de dejar morir al “hotspot”. Dejar de repetirlo como loros con cuenta verificada. Y recuperar la vieja costumbre de contar la verdad, aunque no brille tanto.
