#YOABSABE

Entre gustos no hay disgustos (y ahí está el problema)

Hoy el comensal dejó de cuestionar, acepta, aplaude, consume, fotografía, se levanta convencido de que "comió increíble" sin saber exactamente qué comió ni por qué debería haberle costado lo que pagó. | Yoab Samaniego

Escrito en OPINIÓN el

Durante años nos dijeron que el problema de la gastronomía estaba en la cocina. Que había malos chefs, productos mediocres, técnicas deficientes. Era mentira. O al menos, incompleto. El verdadero problema está sentado a la mesa.

El comensal dejó de cuestionar. Acepta, aplaude, consume, fotografía. Se levanta convencido de que "comió increíble" sin saber exactamente qué comió ni por qué debería haberle costado lo que pagó.

La domesticación del paladar

El discurso foodie logró algo perverso: nos entrenó para confundir presentación con calidad, precio con valor, narrativa con técnica. Hoy basta con que un plato llegue bonito —flores, humo, una historia bien contada— para que el comensal baje la guardia.

Nadie pregunta por el punto de cocción. Por el origen del producto. Por la coherencia del menú. Por qué ese corte cuesta el doble que hace dos años. Por qué el pescado que prometieron "fresco del día" tiene esa textura de congelado mal manejado. La pregunta es si se ve bien en Instagram.

Y cuando todo se reduce a "está rico", la conversación gastronómica muere ahí mismo.

El comensal domesticado no exige. No incomoda. No compara. Acepta menús interminables sin fondo, platos desbalanceados justificados como "creativos" y precios inflados defendidos con palabras que suenan bien pero no dicen nada: "de la milpa a la mesa", "ingredientes de temporada", "técnicas ancestrales".

El silencio cómplice

Lo grave no es que existan restaurantes mediocres. Siempre los ha habido. Lo grave es que ya no necesitan esforzarse, porque saben que el comensal no va a cuestionar nada. El mercado se autorregula cuando hay criterio; se pudre cuando solo hay consumo acrítico.

Restaurantes que antes batallaban por llenar mesas ahora tienen lista de espera. No porque mejoraron, sino porque aprendieron el código: buena iluminación, platos fotogénicos, un chef con historia que contar. El resto es prescindible.

Y mientras tanto, los lugares con cocina honesta pero sin Instagram lustroso luchan por sobrevivir. Porque el comensal domesticado ya no distingue entre lo que está bien hecho y lo que está bien vendido.

Recuperar la mordida

Se nos olvidó que comer también es un acto crítico. Que sentarse a la mesa implica decidir si algo vale lo que cuesta. Que tener criterio no te vuelve mamador: te vuelve responsable.

Un comensal con criterio eleva la cocina. Uno domesticado la empobrece.

Y mientras sigamos aplaudiendo todo lo que se ve bonito y se explica fácil, la gastronomía seguirá bajando el nivel… pero eso sí, con muy buena iluminación y hashtags perfectos.

Yoab Samaniego

@yoabsabe