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Las abuelas que ya no cocinan

La cocina de nuestras abuelas no era perfecta, pero era nuestra, sabía a historia, y cuando alguien te preparaba un caldo, no solo te estaba alimentando: te estaba diciendo «aquí estoy, contigo». | Yoab Samaniego

Escrito en OPINIÓN el

Hace frío, de ese que te empuja a buscar una sopa caliente y una voz que te diga «come despacio, mijo, que te va a hacer bien». Pero esas voces cada vez se escuchan menos.

Porque las abuelitas de ahora ya no son las abuelitas de antes. No huelen a comal ni a caldo de pollo; huelen a crema antiarrugas, a gimnasio y a independencia. Y está bien. Se ganaron ese derecho. Lo que duele no es que hayan dejado de cocinar: es que, en el camino, se apagó una generación que sabía curar el alma con una olla.

Nuestras bisabuelas no hablaban de “gastronomía mexicana”, hacían cocina de supervivencia. Sabían qué hierba bajaba la fiebre, qué frijol rendía más, cómo volver a la vida a un niño con una cucharada de caldo. Cocinaban sin recetas, pero con memoria. Y esa memoria era comunidad: las vecinas compartían masa, la familia se medía en platos servidos, no en fotos de WhatsApp.

Hoy, las nuevas abuelas usan delivery y mandan stickers de “bon appetit”. Son prácticas, veloces, digitales. Aman a sus nietos, pero no tienen tiempo de pelar ejotes. Y nosotros, los nietos del microondas, crecimos creyendo que cocinar era un lujo o una pérdida de tiempo.

El problema no es que ellas ya no cocinen, sino que nosotros dejamos de sentarnos a la mesa. Perdimos el rito. La sopa ya no se sirve en cazuela de barro sino en vaso de unicel, y el caldo sabe igual en todos lados porque lo hizo una máquina.

No quiero romantizar el pasado —también hubo silencios y cansancio detrás de esas cocinas—, pero sí entender qué perdemos cuando la comida deja de ser un acto de amor y se vuelve un trámite. Porque lo que se extingue no es solo una técnica: es una forma de estar juntos.

Las abuelas que ya no cocinan tienen todo el derecho a descansar. Pero nosotros, ¿qué hacemos con ese vacío? ¿Lo llenamos con apps de recetas que nunca hacemos? ¿Con restaurantes que prometen “sabor casero” pero cobran como si fueran embajadas del gusto?

La cocina de nuestras bisabuelas no era perfecta, pero era nuestra. Sabía a historia, a errores, a volver a intentar. Y cuando alguien te preparaba un caldo, no solo te estaba alimentando: te estaba diciendo «aquí estoy, contigo, en esto que duele o en esto que celebramos».

En estos días fríos, cada cucharada de sopa me recuerda eso: que los secretos de nuestras abuelas no estaban en las recetas, sino en la paciencia. Y que cocinar —como ellas lo hacían— es nuestra forma más simple y más poderosa de resistir al olvido.

Quizá la pregunta no es si nuestras abuelas deben volver a la cocina, o si nosotros estamos dispuestos a aprender antes de que sea demasiado tarde.

Yoab Samaniego

@yoabsabe