México se volvió un país con hambre de todo, menos de silencio. Hoy hay festivales del taco, del mezcal, del pan de muerto, de la garnacha y del chile relleno… incluso del chile que ya no pica. Cada fin de semana hay una excusa nueva para comer, tomar, postear y decir que "somos un país con sabor". Pero la verdad es que vivimos en un eterno antojo: uno que nunca se sacia y rara vez se digiere.
No es que la comida haya perdido su magia. Lo que perdimos fue la pausa. Antes el antojo era eso: un deseo repentino, un capricho del paladar que encontraba su momento. Hoy es un estado permanente, un ruido de fondo que se disfraza de cultura gastronómica. Ya no comemos por hambre ni por gusto: comemos para grabar, para opinar, para subir la historia antes de que se enfríe. La mesa se volvió escenario y el teléfono, primer invitado.
El mercado —que nunca duerme— entendió el juego desde hace tiempo. Por eso cada mes hay un nuevo "evento imperdible", un menú efímero, un pop-up que dura lo que una tendencia de TikTok. Los boletos se agotan antes de que alguien pregunte qué se va a servir. El antojo se volvió industria y el comensal, cliente del deseo empacado. Mientras tanto, los sabores reales, esos que no caben en un hashtag ni vienen con código de descuento, van quedando al margen del relato.
Te podría interesar
Irónicamente, cuanto más hablamos de comida, menos la saboreamos. Nos obsesiona tanto documentar el momento que el gusto se vuelve archivo. La foto importa más que el bocado; el restaurante, más que el guiso; el nombre del chef, más que la sazón. Y así, entre stories de treinta segundos, críticas exprés y "reviews" patrocinadas que fingen objetividad, hemos convertido la experiencia de comer en un performance colectivo donde todos actúan y nadie come en paz.
El problema no es solo individual: es sistémico. Vivimos en una economía del antojo donde la oferta nunca se detiene porque la demanda se alimenta de vacío. No importa cuántos tacos pruebes, cuántos mezcales cates, cuántos mercados visites: siempre habrá otro lugar, otro platillo, otra experiencia que "debes" vivir antes de morir. La industria no vende comida: vende FOMO con salsa y guarnición.
Quizá el problema de fondo no sea tener hambre, sino no saber de qué. Vivimos buscando el siguiente plato, la nueva receta, la experiencia distinta, sin detenernos a pensar si de verdad queremos comer o solo distraernos del vacío. La gula dejó de ser pecado: ahora es plan de contenido, estrategia de marca personal, motivo de autoafirmación. Comemos para demostrar que existimos, que pertenecemos, que sabemos.
Algún día entenderemos que comer bien no es acumular experiencias, sino sostener memorias. Que el gusto también necesita silencio. Que los mejores antojos no se venden en boletos, sino que suceden sin cámara, sin testigos, sin necesidad de validación externa. Que el verdadero placer no es el que se documenta, sino el que se vive.
Mientras tanto, seguimos corriendo detrás de la próxima feria del sabor, del próximo festival del mezcal, del próximo evento "imperdible" que olvidaremos en cuanto empiece el siguiente. En un país donde todo se celebra con comida, tal vez lo más revolucionario sería no documentarla. Solo probarla. Masticar despacio. Tragar en silencio. Recordar sin pruebas.
