En México, cuando sube el precio del chile, no solo arde la lengua: arde el ánimo nacional. En las últimas semanas, el kilo de chile seco —guajillo, ancho, pasilla— ha alcanzado precios que parecen cotizaciones de bolsa. En algunos mercados, el guajillo ya roza los 300 pesos por kilo y el serrano supera los 90. Pero más allá de la cifra, hay un problema que escuece más que cualquier salsa: estamos dejando que el alma del campo mexicano se oxide entre intermediarios, sequías y modas gourmet.
Durante años, el chile fue la medida de lo cotidiano: el ingrediente más democrático y el más identitario. Lo mismo en la salsa del puesto que en el mole de la abuela. Pero hoy, en los mercados rurales, los productores se enfrentan a una paradoja: venden barato mientras el consumidor paga caro. Entre ellos se diluye una cadena de valor que beneficia a pocos y castiga a los mismos de siempre: los campesinos.
A eso se suma el cambio climático, que ha trastocado los ciclos de siembra y reducido la producción de variedades criollas. El chile seco de Zacatecas, el de Yahualica o el costeño de Oaxaca ya no se cultivan con la regularidad de antes. Se importan chiles de China o Perú que, aunque parecidos, no saben igual. Literalmente: ya ni el picor es nuestro.
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La inflación alimentaria no se mide solo en tortillas. Se mide en la imposibilidad de preparar una salsa sin gastar medio salario mínimo. El chile, junto con el maíz y el frijol, forma el triángulo que sostiene la cocina mexicana: si uno se encarece, los otros dos tambalean. Cada peso que sube el guajillo no es una anécdota de mercado; es un golpe a la mesa más humilde.
Lo curioso es que en las cocinas de autor el chile se volvió fetiche. Se ahúma, se fermenta, se convierte en “gel”, en “aire”, en “mole desestructurado”. Mientras tanto, en los mercados, las señoras preguntan si hay de a veinte o si ya subió. Ese contraste es el que define nuestra gastrocultura actual: la que celebra al chile como emblema, pero no se detiene a pensar quién lo siembra, quién lo seca, quién lo llora.
El chile también se volvió estatus. Las cocinas que antes presumían lo picante hoy lo dosifican con pinzas de plata. En la mesa mexicana contemporánea, el picor ya no es identidad: es performance. El comensal busca la anécdota del sabor, no su historia. Y esa indiferencia, a largo plazo, cuesta más que la inflación.
Quizás ha llegado el momento de dejar de mirar el chile como un condimento y empezar a verlo como un termómetro del país. Porque si el chile sube, es que algo anda mal más allá del plato. Es señal de sequía, de abuso, de desinterés político por la cadena agroalimentaria. Es la advertencia silenciosa de un campo que, si no se escucha, terminará tan seco como los chiles que ya nadie puede pagar.
A veces pienso que México se parece a una salsa mal molida: mucho ruido, poca unión. El chile es identidad, pero también resistencia. En su aroma está el recuerdo de los que siembran, en su precio, la medida de cuánto nos importa su destino. Si no entendemos que el chile no es lujo sino memoria, pronto estaremos importando también nuestra nostalgia.
