Todo comenzó con una servilleta. O mejor dicho, con la forma en que la dobló. Una de esas cuadradas, delgadas, que en otros lugares te tirarían encima de la charola sin mirarte. Aquí no. Aquí la dobla por la mitad y luego en triángulo. La deja como escudo bajo el taco. Ni tela almidonada ni perfumada. Justa.
Me gusta pensar que los lugares se anuncian en los gestos mínimos. La taquería de la que hablo no tiene nombre visible, ni letrero de neón. Apenas un toldo roído y una fila que no se publica. Los tacos salen uno a uno. Sin combos, sin nombres en inglés. Pastor, suadero, tripa, y ya.
Pero la diferencia está en cómo se dan las cosas. Aquí no hay "experiencia taco". No hay salsa de maracuyá, ni tortilla de betabel, ni taco deconstruido. Hay un hombre —tal vez el hijo del fundador— que toma la carne como quien conoce su oficio, no como quien actúa para la cámara. Hay grasa en la plancha. Hay filo en el cuchillo. Y hay silencio. Un silencio raro en estos tiempos: nadie toma fotos, nadie graba, nadie se siente obligado a compartirlo.
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Comí un taco de suadero. Dorado en su punto, con bordes crocantes y grasa justa. La tortilla aguantó sin romperse y la carne sabía a calle, no a cocina de showroom. Después vino el de tripa, crujiente sin resequedad, servido con rapidez pero sin prisa. Me recordó que hay tacos que no necesitan relato, porque lo son.
En una ciudad donde el taco se volvió marca, experiencia, hashtag o negocio de inversión, y donde cada vez más comensales parecen buscar la versión más fotogénica del antojo, encontrar un puesto que solo vende tacos —y los vende bien— es cada día más complicado. Como si el hambre de barrio no tuviera valor hasta que alguien con acento diga que esto es arte popular.
No quiero romantizar la pobreza ni santificar la informalidad. Pero sí quiero decir esto: hay tacos que no buscan aplausos. Que no quieren ser tendencia ni aparecer en listas. Tacos que solo quieren seguir existiendo. Como si fueran lo que siempre fueron: alimento, rutina, pequeño lujo de diario.
Cuando salí, dobló otra servilleta igual. Triángulo. Precisa. Y entonces supe que, aunque no lo diga en ningún lado, esa taquería tiene nombre. Se llama honestidad.
Sobremesa
- La crème et nata de la gastronomía mexicana —desde chefs consagrados, bon vivants empedernidos, celebrities del momento, socialités de abolengo y alguno que otro foodie embustero— se reunieron en San Miguel de Allende para disfrutar, dicen, de lo mejor de la gastronomía en nuestro país. ¿Comieron o posaron? Eso solo ellos lo saben.
- Las estrellas Michelin llegan a México con equipaje pesado. Por un lado, es innegable: han puesto reflectores sobre restaurantes que lo merecían y han movido la economía gastronómica como pocos fenómenos lo logran. Reservaciones que se agotan, turismo que se activa, inversionistas que voltean a ver. El negocio funciona.
Pero las controversias del año pasado dejaron preguntas incómodas. ¿Quién decide qué es "buena cocina" en un país donde un taco de canasta puede ser más honesto que un menú degustación de 12 tiempos? ¿Es justo medir nuestra gastronomía con criterios diseñados para otra cultura?
Las estrellas alumbran, sí. Pero también ciegan. Quedan fuera las taquerías sin letrero, los comedores de barrio, la cocina que no habla francés pero sí sabe alimentar. ¿Vale la pena el intercambio? Eso solo lo sabremos cuando las luces se apaguen y veamos qué quedó en pie.
