Hubo un tiempo —no tan lejano— en que la comida se servía caliente, humeante, lista para la mordida. Hoy, antes del primer bocado, hay que cumplir un ritual: acomodar el plato, mover la copa, ajustar la servilleta, subir la intensidad del ring light y luego, solo luego, levantar el teléfono.
La comida ya no se come: se postea. Y no, no es exageración. Es lo que pasa cada vez que alguien enfría un taco por tomarle diez fotos. O cuando un chef arma un platillo que no busca alimentar, sino impresionar. Bienvenidos a la dictadura del food styling.
No tengo nada contra la belleza. Pero hay una línea —cada vez más difusa— entre lo estético y lo artificial. Entre el sabor real y el montaje para Instagram. Y esa línea, francamente, ya la cruzamos.
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Hoy importan más las formas que el fondo. El ángulo cenital que la textura. El color del plato que la sazón. ¿Sabe bien? No importa. ¿Se ve bonito? Entonces vale.
La cocina ha cedido terreno al algoritmo. Se cocina para likes, no para paladares. Se diseña pensando en cuántas interacciones generará, no en el recuerdo que dejará en la lengua. Hay restaurantes que parecen sets: obsesionados con la luz, no con la lumbre.
Y del otro lado, la audiencia no se queda atrás. Comensales que exigen platos "instagrameables". Que prefieren una pasta flameada en mesa a una salsa bien hecha que no necesita show. Comen con la cámara, no con el gusto.
Ni hablar de las reseñas. Ya no se escriben: se editan en video de 15 segundos. Reacciones sobreactuadas, una mordida exagerada, música en tendencia y listo: "recomendado".
¿Dónde quedó el rigor? ¿Quién pregunta por la técnica, por el origen, por la intención? ¿Quién se sienta con el chef cuando no hay cámaras? Nadie. Porque eso no se viraliza.
La consecuencia está servida: platos que lucen como todo pero saben a nada. Recetas mutiladas por el emplatado. Sabores sacrificados en nombre del encuadre perfecto. Comida despojada de su sentido: convertida en contenido efímero.
Y no, esto no es una moda pasajera. Es una forma de mirar —y vender— la gastronomía. Una forma que vacía, que desvía, que banaliza. Si no la cuestionamos, nos vamos a quedar con una cocina cada vez más bonita, pero cada vez más hueca.
Porque la gastronomía que vale —la que deja huella— no está en los filtros ni en las tendencias. Está en el bocado que se recuerda, en la sobremesa que se alarga, en el sabor que se queda cuando ya no hay imagen.
Es hora de regresar a lo esencial: la comida existe para alimentar, para unir, para contar historias verdaderas. Y esas historias no se escriben con filtros. Se cocinan con fuego, con tiempo y con verdad.
Colofón
- El chef Héctor Palacios de Casamarte echó toda la carne —o marisco— al asador en Suchi con Aquiles Chávez. Entre joyas como el Oyster Roll con estofado de BCS destacó el Tigre Marino con gamba ponzu fermentada. Una celebración total de la riqueza sudbajacaliforniana.
- Mi querido Rodrigo Castilla, chef corporativo de Casa Prime, me recibió para probar su nuevo menú. Fue una charla honesta y una comida generosa. Destacó su sándwich de ribeye —preciso, equilibrado— y ese New York en salsa Robert con reducción que habla por sí sola. No fue una estrategia de marca. Fue una declaración de identidad. Casa Prime ya camina sin el respaldo de Sonora Grill Group, y lo está haciendo con técnica, carácter y voz propia.
