Este fin de semana, en la Roma y la Condesa, cientos de personas salieron a marchar contra la gentrificación. No solo por la renta. También por el despojo simbólico. Entre las mantas había una que decía: "Me quitaron la casa. Y luego vendieron mi comida en brunch".
Más allá de la consigna, la frase toca una llaga incómoda: la cocina también gentrifica. O al menos, se vuelve cómplice.
Porque en esta ciudad, cuando el barrio cambia de rostro, también cambia de menú. Lo que antes era una fonda con historia hoy es un local de cocina "de barrio", con paredes de concreto aparente, brunch dominical y tortillas al vacío. El sabor se empaca. El contexto se borra. Y la fonda —la real— ya no cabe en su propia colonia.
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La gentrificación no es solo urbanismo. Es también un desplazamiento del gusto. Cuando la calle cambia de idioma y de algoritmo, los antojos también se reconfiguran. El taco que valía 20 ahora se sirve en plato negro a 180, con storytelling en inglés y playlist curada. El guiso de siempre se vuelve concepto, pero sin rastros de quienes lo cocinaban.
Lo grave no es reinterpretar. Es hacerlo sin contexto. Sin memoria. Sin respeto. Porque una cosa es jugar con ingredientes. Y otra es apropiarse de una estética popular sin entender su función cultural ni su historia comunitaria. Una cosa es servir pozole con técnicas nuevas. Otra muy distinta es ponerle espuma de maíz y cobrarlo como si el maíz hubiera nacido en Francia.
Conozco una fonda en la Doctores que lleva tres generaciones sirviendo el mismo guisado de pollo. La señora María —porque así se llama, no "chef María"— cocina desde las cinco de la mañana. Sus quesadillas cuestan 25 pesos. A cinco cuadras, un restaurante de "cocina mexicana contemporánea" sirve quesadillas "artesanales" a 180. Misma masa, mismo queso. Diferente código postal.
María nunca ha salido en una revista gastronómica. No tiene Instagram. No sabe qué es el storytelling. Pero sabe algo que muchos chefs han olvidado: cocinar para alimentar, no para impresionar. Su fonda está llena a las dos de la tarde, no de influencers, sino de trabajadores que buscan comida real a precio real.
Muchos de esos nuevos lugares no tienen mala intención. Pero operan con una lógica peligrosa: la del reemplazo disfrazado de innovación. Ya no hay fondas. Hay "cocina honesta". Ya no hay puestos. Hay "experiencia callejera de autor". Y mientras tanto, las cocineras que sostuvieron esa cocina por décadas no tienen espacio, ni crédito, ni renta que pagar.
¿Dónde quedó el barrio y su sazón?
La ciudad celebra platillos que antes menospreciaba… solo porque ahora los sirve alguien con delantal de lino y dominio de Instagram. El tamal, que era "comida de pobres", hoy es "street food gourmet". La torta, que daba pena mencionar en círculos aspiracionales, ahora es "sándwich mexicano de autor". Los frijoles, que eran sinónimo de escasez, se vuelven "legumbres ancestrales".
Pero una cocina sin territorio es solo una foto. Una fonda sin fonda es solo marketing. Y una tradición sin sus protagonistas originales es solo apropiación con licuadora.
Las cocineras como María no se jubilan: se extinguen. Sus fondas no cierran por falta de clientes, sino por falta de espacio. Porque el barrio que las vio nacer ya no las reconoce. Porque la renta subió más rápido que el precio de sus guisados. Y porque nadie las invita a los festivales gastronómicos donde se celebra "su" cocina.
Comer también es habitar. Y si vamos a sentarnos en la mesa del barrio, lo mínimo es saber quién cocinaba ahí antes. Porque lo que está en juego no es solo el sabor. Es la memoria. Y esa no se renta por metro cuadrado.
