Los restaurantes ya no cocinan para comensales, cocinan para cámaras, platos que aguantan más el aro de luz que el tenedor. Espumas innecesarias. Toppings diseñados para reels. Precios pensados no en lo que cuesta el producto, sino en lo que aparenta.
Y claro, ahí está el influencer. El que llega con camarógrafo, exige mesa de esquina, y pregunta si hay "platos que derramen queso" antes de ver la carta. El que se graba diciendo “ufff, brutal” a una hamburguesa que no termina. El que “recomienda” con 17 menciones pagadas en la misma semana.
Pero no nos confundamos: el influencer no es el problema, es el síntoma. El síntoma de una industria de lo cool donde todo es disfraz. Se habla mal de un restaurante en privado, pero en la mesa se le dice al chef que “todo increíble”. Se suben stories con entusiasmo impostado y luego se cobra el “fee de visita” sin mencionar que la carne estaba pasada de término. Se normaliza el doble discurso: por delante cortesía, por detrás desprecio.
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En esa industria, la crítica se reemplaza por tráfico, la integridad, por colaboración. Y el silencio, muchas veces, es parte del trato. No es raro ver carnes sobrecocidas, salsas separadas o técnicas fallidas que terminan con cinco estrellas en redes. Todo por la cuota cobrada, por el alcance garantizado, por la conveniencia de una segunda invitación.
El problema no es que haya influencers. El problema es que muchos restaurantes se han rendido ante ellos. Hay cocinas que ya no piensan en el sabor, sino en el encuadre. Platos que no están diseñados para comerse, sino para compartirse en línea. Menús que cambian cada semana, no para evolucionar, sino para mantenerse “frescos” en el algoritmo.
¿Quién gana? Las agencias. Las plataformas. Los restaurantes que venden simulacro.
¿Quién pierde? El producto. El oficio. El sabor. La industria.
No se trata de odiar al influencer. Algunos hacen bien su trabajo: informan, prueban, se preparan. Pero la mayoría no están ahí para comer. Están ahí para ser vistos comiendo. Y mientras los cocineros sigan cocinando para ellos, la comida va a seguir perdiendo sentido.
No hay fonda que aguante el algoritmo. No hay sazón que sobreviva al food styling forzado.
Hay que decirlo claro: no todo lo que se ve rico sabe bien. Y no todo lo que sabe bien necesita verse bonito.
El periodismo gastronómico debe recuperar su lugar: el del criterio, el contexto, la crítica.
Y nosotros, como comensales, también tenemos un rol: exigir menos show y más cocina. Mirar más el plato y menos el perfil. Volver a mirar la comida sin filtro, ese es el reto.
Y no: no lo vas a encontrar en TikTok.
