No tengo nada en contra de las guías. En serio. Las necesitamos. Porque aunque la cocina es experiencia, cultura y territorio, también es caos. Y frente al caos, ordenar no es un capricho: es una necesidad.
Las guías gastronómicas —las buenas— cumplen esa función. Ayudan a trazar un mapa entre cientos de propuestas que compiten por la atención de un comensal cada vez más saturado. Son imperfectas, sí. Pero son necesarias. No como verdad absoluta, sino como herramienta de lectura.
Decir “este restaurante merece ser visto” es también decir: esto está bien hecho, esto tiene voz, esto no está improvisado. Y eso, cuando se hace con rigor, puede elevar la conversación pública sobre lo que comemos. Puede establecer referencias, despertar dudas, animar debates. En resumen: puede ordenar el panorama.
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Por ejemplo, sin una guía o una curaduría sólida, ¿cómo descubriría alguien fuera de Oaxaca una fonda que lleva décadas cocinando sin reflectores, pero con raíz profunda? ¿Cómo distinguir entre un lugar que presume técnica y otro que presume decoración?
El problema, entonces, no es la existencia de guías. El problema es cuando se convierten en oráculos que suplantan el criterio individual. O peor: cuando están al servicio de quienes pueden pagar por figurar. Ahí se rompe el pacto de confianza. Y cuando se rompe, ya no orientan: distorsionan.
Y no se trata solo de Michelin ni de las listas premiadas. Hay rankings locales que otorgan menciones como si fueran medallas al esfuerzo de relaciones públicas. Y cuentas de redes que, bajo el disfraz de crítica, operan como vitrinas de canje o intercambio disfrazado de recomendación.
Por eso es importante decirlo: el público debe tener la última palabra. Y para tenerla, necesita referencias confiables, sí, pero también una prensa crítica que le ayude a construir su propio criterio. Porque si todos opinamos, pero nadie explica, entonces no hay periodismo: hay ruido.
Ese es, o debería ser, nuestro trabajo como periodistas gastronómicos. No señalar ganadores ni emitir veredictos disfrazados de reseña, sino ofrecer contexto. No dictar qué está bien o mal, sino explicar por qué algo merece atención, qué representa y qué implica. Porque si las guías dan la forma, la prensa da el fondo.
En ese equilibrio, en esa convivencia entre orden y análisis, es donde deberían encontrarse ambas cosas: las guías y el periodismo. Una orienta. El otro profundiza. Pero ninguno debería sustituir la mirada crítica del otro. Y mucho menos la del comensal.
Porque sí, las guías ayudan a ordenar el panorama. Pero el desorden más sabroso es el que uno aprende a leer con criterio.
