México no debió convertirse en "tercer país seguro", es decir, un territorio que recibe migrantes cuyo destino original no era nuestro país. Ahora, en todo el territorio nacional, escuchamos una variedad de acentos, vemos rostros distintos, nuevas comunidades y retos que nadie está atendiendo. Lo más preocupante es que también surgen tensiones.
Durante el primer gobierno de Donald Trump, México cedió ante la amenaza de nuevos aranceles y, como consecuencia, se generaron flujos migratorios masivos desde Cuba, Haití, Venezuela, Honduras y otros países. Nuestra relación con la migración no es nueva; forma parte de nuestra historia y está presente en los ancestros de muchos mexicanos, incluyéndome.
A lo largo del siglo XXI, las migraciones han estado vinculadas a crisis económicas, muchas veces temporales. En el siglo XX, las dictaduras y guerras civiles enriquecieron la diversidad étnica de nuestro país. Hoy, la situación es distinta. La gente huye de la pobreza y la violencia en sus naciones de origen y encuentra en México una posibilidad de empleo, ocupando puestos donde escasea la mano de obra local. Al mismo tiempo, los migrantes forman comunidades para protegerse de la violencia que también existe en nuestro territorio y, en ese proceso, alteran la dinámica de ciertos barrios.
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En la Ciudad de México, la Alameda Central ha estado llena de vendedores ambulantes por décadas, pero no recuerdo que la mayoría de ellos fueran extranjeros, como ocurre actualmente. Del mismo modo, me resulta novedoso que en ciertos puestos de comida me atiendan personas con acento caribeño o que en algunas calles del Centro Histórico los vendedores tengan un tono ajeno al mexicano. Esto no sería un problema en sí, pero también hay un creciente involucramiento de grupos delictivos en el comercio informal.
Hace un par de meses, fui testigo de un incidente en el Metrobús: dos hombres con acento extranjero conversaban cuando una mujer subió y, después de un minuto, con agresividad, les exigió que se hicieran al fondo. Uno de ellos respondió con un puñetazo en la cara. Se generó una pelea. En otros contextos, he escuchado quejas sobre una colonia de un país en particular. Es evidente que el ambiente xenofóbico crece sin que haya respuestas desde la política pública.
Este problema se intensificará con las deportaciones desde Estados Unidos, tanto de mexicanos como de extranjeros. Nos enfrentamos a un nuevo panorama en el que podría haber connacionales con intención de emprender, lo cual generaría dinamismo económico. Al mismo tiempo, es posible que los no mexicanos sean empleados de estos emprendedores. ¿Esperaremos a que la realidad nos sobrepase o tomaremos acciones preventivas?
Uno de los grandes retos es la vivienda. ¿Dónde vivirán los migrantes y deportados? Esto impactará la demografía y los precios del suelo en las ciudades. Es necesario prever soluciones. Un ejemplo es el reaprovechamiento de viviendas abandonadas desde el gobierno de Calderón, que podrían ser utilizadas por migrantes a través de un esquema de renta con pago a los propietarios y vinculación a programas de capacitación laboral. Con ello, se revitalizarían espacios urbanos deteriorados y se beneficiaría a los dueños de estos inmuebles.
México debe asignar presupuestos significativos a vivienda, alimentación y capacitación para los migrantes temporales que probablemente permanezcan en el país durante años. Pero también es fundamental impulsar políticas de integración social, especialmente en las ciudades, donde las fricciones se intensificarán. La migración debe verse como una oportunidad de desarrollo y no solo como un problema del que apenas se habla.