Era obvio: la reforma judicial no se detendrá. En junio próximo habrá elecciones de jueces, juezas, magistrad@s y ministr@s. Más allá de lo sucedido con el proyecto del ministro Juan Luis González Alcántara, se confirma el poder y dominio que ha logrado el proyecto de nación de la presidenta Claudia Sheinbaum.
La decisión que tomó la ciudadanía de reinstalar un sistema de partido hegemónico, encabezado por Morena, debe ser analizada con la mayor imparcialidad y objetividad posibles. Poner el énfasis sólo en los riesgos y peligros que podría generar el nuevo modelo político no es conveniente para nadie.
Ciertamente hay señales de preocupación, como las que hubo el siglo pasado. Una de las más importantes fue el artificio creado desde finales de la década de los setenta por el PRI, cuando la imagen de pluralismo, dialogo, equidad e imparcialidad no era del todo real ni pretendía consolidar los contrapesos que debería tener un régimen auténticamente democrático.
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Aunque se trata de una paradoja, también es preciso reconocer que el proceso de transición y alternancia fue favorecido por las reformas políticas débiles e incipientes que se hicieron desde el gobierno de José López Portillo. Pero sobre todo por el crecimiento, persistencia, resistencia y audacia de la oposición, que en buena parte surgió por los conflictos al interior del PRI.
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La centralidad del Poder Ejecutivo en nuestro sistema político no siempre trajo resultados negativos. Tampoco las modificaciones que los presidentes hicieron a la Constitución, muchas de ellas como consecuencia de los tratados y acuerdos que firmó nuestro país ante los organismos internacionales.
En aquellos tiempos, tal y como sucede ahora, los cambios legislativos eran aprobados en forma diligente y disciplinada por el Congreso. Ni qué decir, además, de la subordinación que tenían la mayoría de los gobernadores, congresos estatales y el mismo Poder Judicial al jefe del Ejecutivo. La combinación de estos factores incrementó, sin duda, los niveles de corrupción e impunidad por todas partes.
Para darnos una idea de las modificaciones y adaptaciones que hicieron a nuestro marco jurídico, baste retomar los datos recabados por el Dr. Jorge Carpizo, abogado constitucionalista y figura central de nuestro sistema político: “desde la promulgación de la Constitución mexicana en el año 1917 y hasta el año 2000, ésta fue reformada en 411 ocasiones”. En consecuencia, no hay nada nuevo bajo el sol.
La gobernabilidad que logró el régimen durante décadas se explicaba principalmente por el apoyo y sometimiento “leal” de un partido hegemónico. También por la existencia de otros partidos débiles —algunos alineados a los intereses del gobierno— y sin posibilidades de competencia real, salvo en los espacios y lugares geográficos que al mismo sistema le conviniera.
El modelo de partido hegemónico liderado por el presidente garantizaba, además de la gobernabilidad, la eficacia en diversos procesos de toma de decisiones relevantes, la continuidad de las políticas públicas, que tenía como eje propagandístico la política social, y la reducción o mayor control de los conflictos políticos.
Las ventajas no eran pocas. Había reglas escritas y no escritas. La mayoría las cumplía, ya sea por convencimiento o por temor a las sanciones. Este hecho explica el sentido de pertenencia que logró con buena parte de la sociedad que daba una apariencia de adhesión a un "proyecto revolucionario” y, por lo tanto, de cohesión nacional.
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Sin embargo, las desventajas eran muchas y también eran cada día más evidentes. En sentido estricto, el agotamiento del modelo provocado por la irrupción del neoliberalismo y la crisis de partidos las catalizó hasta llevarnos a la alternancia en la Presidencia de la República en el año 2000.
El riesgo de autoritarismo, la falta de transparencia y de rendición de cuentas, la pérdida paulatina de representatividad, la dependencia de un solo enfoque ideológico y los problemas que genera el clientelismo al no apoyar o discriminar a los segmentos opositores terminan por erosionar las libertades y derechos humanos que se requiere para mantener la gobernabilidad.
A tan sólo un mes de haber tomado posesión la presidenta Claudia Sheinbaum, no se debería poner el énfasis sólo en los peligros que representa el nuevo sistema de partido hegemónico. Está claro que sin gobernabilidad no habrá un buen futuro para el país. Desde esta perspectiva, sería incomprensible y temerario que destruyera los pilares de nuestra democracia pues esto acabaría también con su base social.
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El mantenimiento de la gobernabilidad también dependerá de la reducción o contención de los problemas más apremiantes en materia de inseguridad, impunidad, corrupción y pobreza, entre muchos otros. Los periodos de gracia y tolerancia que concede la ciudadanía podrían ser largos, pero tarde o temprano se acaban. Por lo tanto, confiarse sólo a los programas sociales es algo importante, pero no suficiente.
Por el momento, parece ser que sus prioridades están en otra parte. Una es evitar la fractura del movimiento que la llevó al poder. Otra, no distanciarse del expresidente Andrés Manuel López Obrador —no sólo como una demostración de lealtad, amistad y compromiso con el proyecto político que los une— sino como un acto de subsistencia política que hasta ahora le está dado buenos resultados.
Por todo lo anterior, y asumiendo que el país no se dirige inexorablemente hacia un sistema autoritario, conviene no especular. Lo que sí es seguro es que el diálogo, la negociación y el compromiso de gobernar para todas y todos tendrán que esperar un tiempo más.