CD. VICTORIA.- No son dos o tres, son muchas más las madres que este viernes 6 de enero le piden a los Reyes Magos volver a besar y abrazar a sus hijos. Aunque en estos días abundan las luces, las risas y la felicidad en las familias, en ellas solo hay tristeza y dolor. Son madres de desaparecidos en Tamaulipas.
María Eugenia Castillo, con sus 75 años de edad y 10 de no abrazar a su hijo Héctor, desaparecido en la carretera Jiménez-San Fernando, cuando se dirigía a Matamoros. Envuelta en su chal negro, con el rosario entre las manos, está ajena al trajín de organizar la rosca de reyes, tras la llegada de los Reyes Magos.
“Aquí tengo a mis cinco hijos, pero me falta uno. No estamos completos, no somos todos. También me falta Ramiro, mi marido, que dicen que murió de diabetes y otros problemas, yo sé que murió de tristeza cuando ya no volvió Héctor. Así, yo me la paso triste, esperando que Dios me conceda la gracia de volver a besarlo, a verlo”.
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Por indicaciones de la madre, en la mesa no se ponen seis platillos, sino ocho, uno reservado para Héctor y otro para su papá.
Nora, una de sus hijas, comenta: “En estos días a mi mamá se le carga la tristeza, se pone a rezar y de repente está llorando en silencio. Se que se acuerda de Héctor y de mi papá”.
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En octubre de 2012, cuando iba a Matamoros a recoger refacciones para una maquinaria, Héctor fue secuestrado y luego desaparecido. Su patrón afirma que recibió una llamada para que pagara 350 mil pesos a cambio de la vida de Héctor; les dijo que pagaría, pero nunca más volvieron a comunicarse sus plagiarios.
“A veces, las fiestas de fin de año o la celebración del Día de Reyes las hacemos en la casa de alguna tía o un tío, pero mi mamá no quiere ir, no quiere salir. En estos días nada más se la pasa en su sillón, con el rosario en las manos. Únicamente acepta que la llevemos a misa”.
“Mi hijo Héctor es el mayor un buen muchacho. Me acompañaba al mercado a comprar la carne, las hojas, el chile de color y todo lo que se necesitara para los tamales o lo que se fuera hacer. Se iba al molino por la masa para los tamales”, cuenta María Eugenia Castillo.
Toma un poco de té y recuerda: “Era el mayor, ya trabaja y cada fin de año a mí siempre me compraba un vestidito y a su papá alguna camisa o chamarra, a sus hermanos menores les repartía dinero y les compraba cohetes”.
“En verdad no entiendo, no comprendo que pueda haber gente que le hace daño a personas buenas. Mi hijo no le hacía daño a nadie, le gustaba el futbol y la música. Ahorraba y se compraba una pantalla grande para ver el futbol, para ver sus videos de música”.
Reconoce que ya está cansada, agotada, de ir y venir a la procuraduría, a la Fiscalía, buscar gobernadores, presidentes municipales y altos funcionarios que le ayuden a buscar a su hijo. “A veces me siento cansada, que no tengo más fuerzas, pero recuerdo que tengo a Dios conmigo que me da fortaleza, pues tengo hijos y nietos por quienes ver”.
LA AUSENCIA DE ROSITA
Romana Sánchez recibe un regalo. Sonríe, lo agradece, pero lo deja ahí, a un lado. “Quiero que me abracen mucho, sentir el cariño de mis demás hijos e hijas para no sentir que me falta Rosa María”.
Una tarde de viernes de septiembre de 2011, Rosa María, junto con otras amigas de su escuela preparatoria, salió a cenar. Ya no volvió.
Marcela, su hermana, cuenta que “primero creímos que se había ido con el novio, pero no. Investigamos y él estaba ahí, en su casa, era un compañero de su escuela. Él nos contó que Rosa María le dijo que otra compañera la llevaría en carro a su casa. Desde esa noche nunca más se supo de ella”.
Se acomoda sus lentes y con voz baja, por el dolor y la pesadumbre, menciona: “Les agradezco los regalos que me traen mis hijos, mis nietos, pero con que me abracen fuerte me basta para saber que están aquí. Para no sentir que no está mi Rosita”.
“Ropa, zapatos, para qué quiero yo todas esas cosas, ya no salgo. Ya estoy vieja, prefiero estar aquí en mi casa rezando, hacer mis costuras o hacer tortillas de harina o algún pastel para los nietos”, comenta.
“A veces me animo en las reuniones de familia, en las cenas de fin de año, hasta canto y bailo con mis hijos. Mis demás hijos no tienen por qué verme sufrir y yo no tengo por qué aguarles la fiesta con mi dolor. Pero luego vuelvo a lo mismo”.
“Rosa María decía que quería ser doctora. Había aprendido a poner inyecciones, a hacer algunas curaciones como voluntaria en la Cruz Roja para ir perdiéndole el miedo a la sangre, decía ella”.
Romana, como otras tantas madres, no tiene confianza en las autoridades. “Solo Dios nos da la esperanza de volver a ver a nuestros hijos, de los funcionarios del gobierno ya no esperamos nada, no les creemos nada”.
EL LUGAR VACÍO EN LA MESA
Para Silvia Castro no se puede decir que la familia esta reunida cuando falta alguien, cuando hay un lugar vacío en la mesa.
Apenas empieza la tarde y se empieza a preparar la mesa para la cena, una para los adultos y otra para los niños. Empiezan a llegar los tíos, las tías, los primos y otros familiares. “Mi mamá está encerrada en su recamara con su Cristo, su Virgen de Guadalupe, con sus santos y su librito de oraciones”, cuenta José Alfredo.
“Durante estos días, de año nuevo, a mi mamá se le carga la tristeza, el dolor. Es por mi hermano Rafael, que está desaparecido y tiene la esperanza que un día de estos va entrar por esa puerta para hacernos reír con sus chistes y ponernos a cantar”.
Añade que sus tíos y tías van por su mamá y la sacan de su recamara para sentarla en la mesa, conversa y a veces hasta se ríe, pero sigue con su aflicción. “Sabemos que está triste”.
Solo cuando se va a rezar el rosario y arrullar al Niño Dios es que sale para estar con nosotros, menciona.
Doña Silvia comenta: “Rafael era guapo, tenía muchas amigas, las muchachas lo buscaban, era alegre, bueno para el baile, contaba chistes, pero también era respetuoso y servicial con ellas. Fácilmente se ganaba a la gente”.
“Dicen que traía una novia que le gustaba a uno de esos que era de los malos y que lo tenía amenazado de que no anduviera con ella, que se retirara. Dicen que por eso se lo llevaron”.
“Han pasado los meses y los años, ha llovido y hecho frío, pero yo no pierdo las esperanzas de volver a tener a mi hijo conmigo, de que nos haga cantar y nos cuente chistes”.
Ella guarda las botas, las camisas que le gustaban a su hijo.
“Nos contaron que dos de los que se llevaron a mi hijo murieron en un enfrentamiento con los soldados y los policías, pero eso no me devolverá a mi hijo. Además, otras madres sufren pues también han perdido a los suyos”.
LAS DESAPARICIONES
México cerró 2022 con al menos 109 mil 321 personas reportadas como desaparecidas en el territorio nacional desde que se tiene registro. Jalisco es la entidad que ocupa el primer lugar con 15 mil 38 casos, seguido por Tamaulipas con 12 mil 12 mil 464 y el Estado de México con un total 11 mil 875.
Atender este fenómeno producto de la violencia que asola al país ha sido el reclamo constante de los colectivos de familiares de personas desaparecidas y principalmente de las madres buscadoras que han evidenciado la crisis que se vive en la materia, en la que en este año además se sumó otro factor que las pone a ellas en alerta y vulnerabilidad: el asesinato de las activistas.