Si bien los primeros episodios de la serie documental “El Lobo de Dios” –que comenté en este espacio hace un par de semanas– causaron gran indignación al describir a partir de una minuciosa investigación y de los dolorosos testimonios de algunas de sus víctimas, sobre la depravada y fraudulenta vida del fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, los últimos dos capítulos no se quedan atrás al abundar sobre las amenazas y persecución de quienes se atrevían a denunciar los constantes abusos sexuales y psicológicos que cometía. También se expone el desvío de recursos que obtenían supuestamente para financiar misiones evangelizadoras y que en realidad se destinaban para pagar su ostentoso estilo de vida, o la manipulación para que familias acaudaladas apoyaran sus proyectos y luego cedieran sus bienes a la Legión. Elena Sada, descendiente de uno de los empresarios más importantes de Monterrey y que fue reclutada para esos fines, revela con gran claridad las verdaderas motivaciones de Maciel, quienes no aportaban dinero o contactos eran considerados como parásitos.
Probablemente la parte más sobrecogedora sea la manera en que engañó a su esposa utilizando un nombre falso –se casó como José Rivas– y haciéndose pasar como empresario o hasta agente de la CIA para justificar sus largas ausencias, al igual que a sus hijos –un adoptivo y otro biológico– a quienes también violentó sexualmente como ellos mismos reconocen. Después tuvo una hija con otra mujer a la que, con gran descaro, llevó al Vaticano para que el Papa Juan Pablo II le diera la comunión. Sin duda Marcial Maciel es uno de los más grandes delincuentes de la Iglesia pero aun así, nunca se hizo justicia y ni siquiera lo expulsaron de la misma como lo lamentó Juan José Vaca, uno de los primeros denunciantes.
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Sin embargo, no estamos ante un caso excepcional o aislado por lo que, como bien lo señala la activista y también víctima Ana Lucía Salazar, con el fallecimiento de Maciel en enero de 2008 no termina la historia de pederastia clerical al interior de la Legión de Cristo y mucho menos de la Iglesia católica. Un ejemplo de ello es el del padre Antonio Cabrera, quien fue detenido en el Estado de México por haber abusado de un menor de edad en 2004, 2007 y 2011 y se presume que hay más víctimas, otro es el del sacerdote español Marcelino de Andrés –secretario privado de Maciel en sus últimos años hasta su muerte– a quien se le denunció en 2015 por haber abusado sexualmente de al menos cinco niñas de aproximadamente 6 años en un colegio de los Legionarios en Madrid.
Es decir, se trata de dos casos que se cometieron años después de que en 1997 se denunciaran los crímenes perpetrados por el fundador ante el Vaticano, de que en 2006 se le ordenara llevar una vida de oración y penitencia, e incluso de que en 2010 la misma Legión de Cristo aceptara públicamente la verdad de las acusaciones que desde hace décadas pesaban sobre Maciel, lo que cuestiona seriamente su compromiso con la política de cero tolerancia a la violencia sexual, la creación de ambientes seguros y la efectividad de los protocolos que supuestamente establecieron. Lo mismo sucede en otras congregaciones y diócesis de la Iglesia sin que al parecer realmente se hayan implementado medidas de fondo, como lo demuestra el hecho de que las redes de complicidad y encubrimiento a la fecha permanecen intocadas.
Es inaceptable que un tribunal canónico haya concluido apenas en 2024 que en el caso de otro sacerdote pederasta que abusó de niñas y niños desde 1990 en colegios de la Legión tanto en Cancún como en la Ciudad de México, Fernando Martínez, –quien al igual que Maciel, vivió sus últimos años en una casa de retiro–, no se hallaron indicios de negligencia o encubrimiento de los superiores de este sujeto. Mientras no se desmantele este sistema de poder que protege y perpetúa el abuso de los curas pederastas a la vez que persigue e intenta silenciar a las víctimas y sus familias, seguramente los escándalos al interior de la Iglesia seguirán siendo una constante.
