Al término del primer año del gobierno de Claudia Sheinbaum, y en continuidad con su antecesor, pueden verse concretados cambios conceptuales importantes sobre lo que el Estado debe hacer, cómo debe organizarse y a qué debe destinar el dinero público. Aunque muchos de estos ajustes se ven como una evolución del proyecto político anterior, ahora aparecen sistematizados en una arquitectura más clara: un Estado fuerte, planificador y conductor del desarrollo.
El primer cambio es el tránsito de un Estado más regulador a un Estado conductor del desarrollo. Durante décadas, el Estado mexicano se concibió como árbitro: fijaba reglas, garantizaba competencia, supervisaba y redistribuía. El modelo actual busca planear, ejecutar y orientar directamente la economía.
El segundo cambio es el paso de una política social compensatoria a derechos sociales permanentes. Los programas sociales dejan de ser apoyos de gobierno y se convierten en obligaciones constitucionales.
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El tercer cambio es el tránsito de órganos autónomos a funciones integradas al Ejecutivo. Bajo el argumento de que la dispersión institucional redujo la eficacia del gobierno, y se gastaba mucho, las funciones de algunos organismos —como competencia económica, telecomunicaciones o transparencia— han sido reincorporadas a dependencias del Ejecutivo. En lugar de priorizar la neutralidad técnica, se privilegia la coherencia política.
El cuarto cambio es el paso de una justicia de control a una justicia funcional. La reforma judicial y las reformas a la Ley de Amparo modifican el papel del Poder Judicial: de límite al poder, pasa a ser un acompañante del Ejecutivo. Se busca una justicia que contribuya al desarrollo y a la eficiencia estatal, más que a la contención del poder político y a la protección de los individuos.
El quinto cambio es el viraje de la integración comercial a la soberanía económica. La apertura e integración comercial pierden protagonismo frente a la búsqueda de autosuficiencia. Se promueve y protege la producción nacional y la sustitución de importaciones.
El sexto cambio es el tránsito de una política de transparencia a privilegiar los resultados. El énfasis ya no está en abrir la información ni en multiplicar los controles, sino en no obstaculizar la acción del gobierno y evaluar solo los resultados finales en bienestar, inversión o seguridad. Lo importante no es cómo se hacen las cosas, sino los resultados.
Un sétimo cambio clave es el papel de las Fuerzas Armadas. La seguridad pública y la ejecución de proyectos estratégicos se han consolidado bajo su conducción. La transferencia de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional y la administración militar de aeropuertos, puertos, aduanas y obras emblemáticas expresan una transformación profunda: las Fuerzas Armadas dejan de ser un instrumento auxiliar del Estado acotado a sus funciones primigenias para convertirse en un actor estructural de la gobernanza y del desarrollo nacional.
Finalmente, el octavo cambio es el paso de un federalismo a una coordinación centralizada. El gobierno federal busca reducir la fragmentación entre niveles de gobierno y unificar la ejecución de políticas públicas. Esto se traduce en una recentralización de funciones clave —seguridad, salud, educación— bajo el argumento de garantizar eficiencia y coherencia nacional. En la práctica, los estados y municipios pierden autonomía y capacidad de decisión frente a una conducción más vertical del territorio.
En conjunto, estos cambios configuran un Estado más centralizado, planificador y ejecutor, que mide su legitimidad por su capacidad para cumplir metas de bienestar, seguridad y crecimiento.
Una clara ventaja de este modelo es la rapidez en la ejecución de los proyectos y el fortalecimiento de la capacidad del Estado en la conducción del desarrollo para, por ejemplo, combatir la desigualdad. Pero también hay riesgos: la falta de transparencia, el debilitamiento de los controles al poder, la corrupción y la idea de que lo colectivo (definido por el propio gobierno), debe privar sobre los derechos de los ciudadanos pueden pasarnos factura. El desafío es mantener el equilibrio: aprovechar la fuerza de un Estado capaz de ejecutar con eficacia salvaguardando los controles que lo hagan mantenerse fiel al auténtico servicio público.
