ESTADO MEXICANO

El Estado en tiempos de Sheinbaum

Muchos de los ajustes sobre el Estado se ven como una evolución del proyecto político anterior, ahora aparecen sistematizados en una arquitectura más clara: un Estado fuerte, planificador y conductor del desarrollo. | Laura Rojas

Escrito en OPINIÓN el

Al término del primer año del gobierno de Claudia Sheinbaum, y en continuidad con su antecesor, pueden verse concretados cambios conceptuales importantes sobre lo que el Estado debe hacer, cómo debe organizarse y a qué debe destinar el dinero público. Aunque muchos de estos ajustes se ven como una evolución del proyecto político anterior, ahora aparecen sistematizados en una arquitectura más clara: un Estado fuerte, planificador y conductor del desarrollo.

El primer cambio es el tránsito de un Estado más regulador a un Estado conductor del desarrollo. Durante décadas, el Estado mexicano se concibió como árbitro: fijaba reglas, garantizaba competencia, supervisaba y redistribuía. El modelo actual busca planear, ejecutar y orientar directamente la economía. 

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El segundo cambio es el paso de una política social compensatoria a derechos sociales permanentes. Los programas sociales dejan de ser apoyos de gobierno y se convierten en obligaciones constitucionales. 

El tercer cambio es el tránsito de órganos autónomos a funciones integradas al Ejecutivo. Bajo el argumento de que la dispersión institucional redujo la eficacia del gobierno, y se gastaba mucho, las funciones de algunos organismos —como competencia económica, telecomunicaciones o transparencia— han sido reincorporadas a dependencias del Ejecutivo. En lugar de priorizar la neutralidad técnica, se privilegia la coherencia política.

El cuarto cambio es el paso de una justicia de control a una justicia funcional. La reforma judicial y las reformas a la Ley de Amparo modifican el papel del Poder Judicial: de límite al poder, pasa a ser un acompañante del Ejecutivo. Se busca una justicia que contribuya al desarrollo y a la eficiencia estatal, más que a la contención del poder político y a la protección de los individuos.

El quinto cambio es el viraje de la integración comercial a la soberanía económica. La apertura e integración comercial pierden protagonismo frente a la búsqueda de autosuficiencia. Se promueve y protege la producción nacional y la sustitución de importaciones.

El sexto cambio es el tránsito de una política de transparencia a privilegiar los resultados. El énfasis ya no está en abrir la información ni en multiplicar los controles, sino en no obstaculizar la acción del gobierno y evaluar solo los resultados finales en bienestar, inversión o seguridad. Lo importante no es cómo se hacen las cosas, sino los resultados.

Un sétimo cambio clave es el papel de las Fuerzas Armadas. La seguridad pública y la ejecución de proyectos estratégicos se han consolidado bajo su conducción. La transferencia de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional y la administración militar de aeropuertos, puertos, aduanas y obras emblemáticas expresan una transformación profunda: las Fuerzas Armadas dejan de ser un instrumento auxiliar del Estado acotado a sus funciones primigenias para convertirse en un actor estructural de la gobernanza y del desarrollo nacional.

Finalmente, el octavo cambio es el paso de un federalismo a una coordinación centralizada. El gobierno federal busca reducir la fragmentación entre niveles de gobierno y unificar la ejecución de políticas públicas. Esto se traduce en una recentralización de funciones clave —seguridad, salud, educación— bajo el argumento de garantizar eficiencia y coherencia nacional. En la práctica, los estados y municipios pierden autonomía y capacidad de decisión frente a una conducción más vertical del territorio.

En conjunto, estos cambios configuran un Estado más centralizado, planificador y ejecutor, que mide su legitimidad por su capacidad para cumplir metas de bienestar, seguridad y crecimiento.

Una clara ventaja de este modelo es la rapidez en la ejecución de los proyectos y el fortalecimiento de la capacidad del Estado en la conducción del desarrollo para, por ejemplo, combatir la desigualdad. Pero también hay riesgos: la falta de transparencia, el debilitamiento de los controles al poder, la corrupción y la idea de que lo colectivo (definido por el propio gobierno), debe privar sobre los derechos de los ciudadanos pueden pasarnos factura. El desafío es mantener el equilibrio: aprovechar la fuerza de un Estado capaz de ejecutar con eficacia salvaguardando los controles que lo hagan mantenerse fiel al auténtico servicio público.

 

Laura Rojas

@Laura_Rojas_