En diversas comunidades mexicanas, las elecciones ya no solo se deciden entre partidos o candidaturas, en ocasiones reflejan la presencia de intereses criminales que buscan capturar instituciones. El dinero ilícito en campañas, los pactos silenciosos con grupos delictivos y la violencia contra candidaturas han dejado de ser episodios aislados para convertirse en una amenaza estructural.
De acuerdo con reportes especializados, México es uno de los países con mayor nivel de violencia política; de acuerdo con el laboratorio electoral, (1) en los comicios de 2024 se registraron más de 375 eventos violentos y 70 homicidios por móvil electoral. Más allá de la estadística, cada recurso ilegal inyectado en campañas erosiona la confianza ciudadana y abre la puerta a que la democracia funcione como fachada, mientras existe un riesgo latente de que el poder real se negocie fuera de la ley.
La evolución del fenómeno es clara. Durante los años noventa, cuando la transición democrática abría espacio a la pluralidad, los riesgos principales se concentraban en la compra y coacción del voto. Hoy, el problema se ha sofisticado, con la inminente presencia de organizaciones criminales que puedan financiar campañas electorales para asegurarse favores futuros, intimidando o eliminando a candidaturas, servidores públicos y/o dirigencias que no pactan, y una vez ganadas las elecciones logran capturar instituciones que deberían combatirlos.
Te podría interesar
En ciertos municipios de Guerrero, Michoacán, Tabasco, Zacatecas y Veracruz, la evidencia empírica ha mostrado que la violencia y la intimidación han llegado a condicionar quién puede participar en la contienda.
Este escenario no es exclusivo de México. La experiencia internacional ofrece ejemplos que ayudan a dimensionar la magnitud del problema. En Colombia, por ejemplo, se ha señalado históricamente la influencia del narcotráfico en campañas locales y nacionales, lo que motivó al Estado a desarrollar procesos de desmovilización y mecanismos de control financiero electoral. En Brasil, diversos estudios describen la penetración de redes de corrupción y grupos de poder local en procesos políticos, particularmente en algunas ciudades. Filipinas ofrece otro caso, donde clanes políticos han ejercido influencia en determinadas regiones, combinando prácticas clientelares con dinámicas de violencia.
México por su parte, comparte con estos países la vulnerabilidad de los niveles locales, aunque enfrenta como reto particular, la diversidad y fragmentación de actores criminales con presencia heterogénea en distintas regiones, lo que hace más compleja la elaboración de una estrategia nacional uniforme.
No debe olvidarse que el interés de estos grupos puede dirigirse hacia cargos diversos. Las presidencias municipales y gubernaturas son atractivas puesto que controlan las policías y presupuestos de programas sociales; las diputaciones y senadurías por su parte influyen en presupuestos, leyes y nombramientos claves; un riesgo emergente que merece particular atención es el interés que puede despertar la elección popular de jueces, ¿habrá intención de financiar campañas judiciales asegurándose, desde el origen, sentencias favorables o la inacción en procesos penales? Ello pondría en jaque la independencia judicial y abriría la puerta a una justicia “a la carta” para intereses ilícitos.
Ahora bien, debe decirse que no partimos de cero. El país cuenta con un marco legal diseñado para combatir estas prácticas. La Ley General en Materia de Delitos Electorales tipifica diversas conductas relacionadas con la injerencia ilícita en procesos electorales, y en su artículo 15 establece sanciones para quienes destinen, reciban o utilicen recursos de procedencia ilícita en campañas. Las consecuencias incluyen las penas más altas de prisión y multas que buscan inhibir el financiamiento ilegal.
La norma está ahí, pero su eficacia depende de investigaciones robustas, de la coordinación entre fiscalías y autoridades financieras, y de la independencia de quienes deben perseguir estos delitos. De poco sirve un marco legal sólido si las instituciones que deben aplicarlo son capturadas o carecen de capacidad técnica.
¿Cómo prevenir y mitigar el problema? El primer paso es fortalecer la investigación financiera, dotando a las fiscalías electorales de unidades con acceso en tiempo real a información bancaria. Es necesario blindar la elección de jueces si se avanza en ese modelo, acompañándola con estrictos controles de integridad y fiscalización. También se requiere mejorar la seguridad de candidaturas en zonas de riesgo, con protocolos diferenciados y coordinación entre fuerzas federales y estatales. Todo ello debe acompañarse de cooperación internacional y de sanciones ejemplares que muestren que el delito electoral no queda impune.
Se requiere entonces de voluntad política y social; fiscales que investiguen sin miedo, jueces que resistan presiones, órganos electorales que fiscalicen con rigor y ciudadanía que denuncie. La democracia no puede convertirse en botín ni en fachada y depende de todas y todos, esto sería parte de una verdadera reforma electoral.
(1) https://laboratorioelectoral.mx/violencia
