El fenómeno se repite una y otra vez, desde hace varios sexenios. Sin embargo, la relación que ha existido entre delincuentes y servidores públicos no significa, necesariamente, que estos últimos sean culpables de lo que hacen o hicieron los primeros. Lo que resulta difícil de creer es que no supieran nada.
Uno de los casos más sonados en los últimos años ha sido el de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública del expresidente Felipe Calderón. Años antes, estuvo el de Raúl Salinas de Gortari, hermano del expresidente Salinas, quien permaneció en la cárcel durante 10 años, acusado y finalmente absuelto del crimen de José Francisco Ruíz Massieu. Cómo olvidar el proceso jurídico que llevó a la cárcel a Emilio Lozoya Austin, director de Pemex con Enrique Peña Nieto.
Durante el sexenio pasado sobresalió el desvío multimillonario de Segalmex, en el que se relacionó a varios servidores públicos, sin que se le pudiera demostrar nada a Ignacio Ovalle, director general de la institución durante el desfalco. El asunto se comparó con la llamada Estafa Maestra del sexenio de Enrique Peña Nieto. Los cuestionamientos al expresidente López Obrador se siguen dando hasta la fecha.
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En lo que va de esta administración, dos escándalos se ajustan al modelo. Por un lado, el del golpe que se dio a la red de huachicol, en el que presuntamente están relacionados, entre muchos otros, dos sobrinos políticos del exsecretario de la Armada de México, José Rafael Ojeda Durán. El otro, la aprehensión de Hernán Bermúdez Requena, exsecretario de Seguridad de Tabasco a quien se acusa de ser líder del grupo criminal “La Barredora”.
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En todos los casos, hay un común denominador: el golpe a la reputación de servidores públicos de alto nivel relacionados con los presuntos delincuentes y de las instituciones que representan. Cierto es que en la mayoría de los casos de alto impacto no se ha demostrado jurídicamente ninguna complicidad, pero también lo es que, aunque se niegue, sí han provocado daños en su imagen pública.
En nuestro sistema jurídico, “nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario”. La presunción de inocencia es —debería ser— un derecho humano fundamental que todas y todos deberíamos acatar. Sin embargo, en el ecosistema de comunicación parece suceder todo lo contrario. La culpabilidad no siempre surge de las evidencias, sino de los dichos y narrativas.
Las razones de este fenómeno son diversas. Una de las más importantes es la fragilidad institucional, resultado de la crisis de los partidos políticos, del desdibujamiento de las ideologías, del resurgimiento del populismo y del fortalecimiento del crimen organizado. En conjunto, no sólo incrementaron la corrupción y la impunidad. También permitió que los delincuentes aprovechen y exploten las debilidades institucionales.
El escenario al que asistimos es preocupante. Desafortunadamente, las creencias, confianzas y apoyos de la población hacia sus líderes e instituciones se afianzan con mayor facilidad en el terreno de las percepciones. Los hechos no siempre terminan por imponerse. Por lo tanto, las estrategias de comunicación política enfrentan mayores desafíos.
No es suficiente lo que se puede lograr en la construcción de narrativas creíbles y confiables cuando los grupos criminales infiltran, corrompen o se alían con funcionarios públicos para proteger sus actividades ilícitas y obtener beneficios. El uso de la violencia, el control de algunos territorios y la coerción debilitan la hegemonía del Estado.
Aún más. Violencia, corrupción e impunidad fomentan un desdén por las normas legales y las instituciones, lo que propicia la incredulidad o desconfianza de la población cuando los escándalos están directa o indirectamente relacionados con autoridades electas democráticamente, de manera particular cuando surgieron del voto mayoritario y de la legitimidad de los resultados.
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Desde esta perspectiva, entonces, no es suficiente decir “yo no sabía nada”, ”yo no participé”, “yo no tengo nada que ver” o “a mí también me engañaron”. Respuestas en este sentido se han desgastado, y en ocasiones, pueden resultar contraproducentes. De hecho, aunque se muestren evidencias, tampoco terminan por convencer a la ciudadanía.
Las encuestas publicadas y no publicadas lo confirman. La reputación de Morena o de personajes como el senador Adán Augusto López han recibido un fuerte golpe del cual no se ve cómo se puedan librar. Pero lo más lamentable es que instituciones altamente valoradas, reconocidas y confiables como la Armada de México y el Ejército podrían sufrir daños irreversibles si no se corrigen las estrategias de comunicación endebles que han puesto en marcha durante las últimas semanas.
El blindaje que habían consolidado en su reputación desde antes que tuvieran un mayor protagonismo en la lucha contra el narcotráfico, o su incursión en actividades empresariales que nada tienen que ver con sus funciones constitucionales —so pretexto de acabar con la corrupción de los civiles— se erosiona con cierta rapidez. Sin duda, la situación obliga a una revisión y replanteamiento de sus estrategias de comunicación.
El objetivo principal no sólo es mantener el blindaje reputacional de las instituciones. Se trata de mantener la gobernabilidad. Es por el bien del país.
Recomendación editorial: Carlos Tablante y Mariela Morales Antoniazzi (editores). Impacto de la corrupción en los derechos humanos. Prólogo de Luis Almagro. México: Instituto de Estudios Constitucionales del Estado de Querétaro, 2018.
