Gobernar Chiapas es caminar sobre una tierra donde la historia sangra, donde los ríos callan antiguas tragedias y las montañas resguardan reclamos silenciados.
Eduardo Ramírez Aguilar, en sus primeros ocho meses al frente del gobierno, no ha optado por el confort de los despachos. Se le ve en los caminos abiertos de la sierra, entre cafetales y comunidades lacandonas, escuchando, comprometiéndose. Su bandera es la firmeza. Y con ella, la promesa: cero corrupción, seguridad con dignidad y un gobierno que vuelva a ser rostro y no sombra.
Las imágenes lo muestran bebiendo pozol con campesinos, abrazando a ancianas que cargan siglos de abandono, caminando por carreteras que antes eran veredas de miedo. No es solo gesto: es símbolo. La confianza se gana con actos y no con discursos vacíos.
Te podría interesar
Pero el reto en Chiapas va más allá de operativos. La violencia no es únicamente un disparo, es también una ausencia: de Estado, de justicia, de oportunidades. Hay paz cuando los niños vuelan libres como guacamayas sobre la selva y las mujeres regresan a casa sin mirar atrás. Ese silencio, el que aún falta en tantas comunidades, es el que el gobierno quiere conquistar.
La apuesta por el campo, el turismo, la pesca y las raíces mayas no es un plan económico. Es un acto de restitución. En cada abrazo a un productor, en cada feria donde se reconoce el cacao o la miel, en cada carretera que une ejidos antes olvidados, hay un gesto de reconciliación.
Chiapas no se entiende sin sus pueblos indígenas. Ellos son el alma del territorio. Ramírez Aguilar lo sabe. Se ha sentado con ellos, sin barreras. Un gobernador que mira a los ojos de un anciano tojolabal y lo abraza como igual, está diciendo más que mil mensajes.
El combate a la violencia doméstica, la protección de la infancia y los programas de asistencia no pueden ser adornos. Tienen que convertirse en estructura, en red, en política pública de largo aliento. Falta una política integral de cuidados, sí. Pero hay voluntad de iniciar un camino que nadie antes había transitado con seriedad.
En Chiapas las heridas siguen abiertas. Pero hay manos que empiezan a suturar. No con fórmulas, sino con presencia. No con órdenes, sino con empatía.
El poder, lo sabe el gobernador, es transitorio. La memoria, no. Chiapas no necesita un caudillo, necesita un servidor que no olvide jamás que aquí, en este sur profundo, la dignidad se defiende como se cuida el fuego en una casa de palma.
Que su legado no sean helicópteros ni despliegues, sino escuelas sin miedo, caminos de retorno y mercados justos. Que el canto de las guacamayas reemplace el eco de los disparos. Y que ningún chiapaneco vuelva a sentirse invisible.
Porque gobernar Chiapas no es mandar: es escuchar. Y sobre todo, es sanar.
