Lo que antes era excepción, hoy se exhibe sin pudor. El autoritarismo, que solía vestirse de democracia para no incomodar al mundo, ahora marcha con la frente en alto. Ya no esconde su rostro; lo muestra con orgullo.
En 2025, el mapa político confirma un giro sombrío. La concentración del poder, la criminalización de la disidencia y la erosión deliberada de derechos civiles ya no son anomalías; se han vuelto norma en varios países. La comunidad internacional observa, a veces con resignación, a veces con complicidad, cómo se desmantelan las garantías básicas en nombre del orden, la seguridad o la tradición.
Rusia ha refinado su maquinaria represiva. No necesita mostrar brutalidad explícita: basta con el miedo instaurado en cada calle, en cada escuela, en cada medio que opta por el silencio antes que por la censura. La guerra externa ha servido para apagar toda crítica interna. El patriotismo, manipulado hasta el absurdo, ha desplazado la razón.
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China sigue su curso, con la vigilancia convertida en sistema y el control absoluto como principio. Ahí, disentir no es un derecho: es una anomalía clínica. El Partido no discute, no negocia, no admite matices. La armonía que predican se construye sobre el silencio de millones.
En América Latina, Nicaragua ha eliminado cualquier vestigio de pluralidad política. Las cárceles se llenan de opositores, sacerdotes y periodistas, mientras el régimen endurece su retórica y corta todo puente con el exterior. Venezuela prolonga su colapso institucional con elecciones cuestionadas, persecución sistemática y un aparato estatal que asfixia toda crítica. Cuba, por su parte, persiste en una fórmula agotada, donde el control del Estado sobre la vida cotidiana impide toda expresión libre y criminaliza la protesta con la frialdad de quien lleva décadas haciéndolo.
India, bajo un nacionalismo hinduista, margina a minorías con un discurso que alimenta el resentimiento y la exclusión. La prensa libre se reduce, los jueces se alinean, las universidades callan. Todo en nombre de una patria uniforme, de una identidad impuesta que no admite diversidad.
Incluso en Estados Unidos, los estados gobernados por extremos han impulsado leyes que restringen derechos ganados tras décadas de lucha. Prohibir libros, silenciar debates, reescribir la historia, perseguir a migrantes, suprimir el voto de los más pobres. Todo ocurre mientras los tribunales guardan silencio o se pliegan al poder.
No se trata de comparar regímenes. Se trata de advertir una tendencia. En distintas geografías, con distintos lenguajes, el resultado es el mismo: el poder se endurece, los derechos se encogen, la sociedad se acostumbra.
Lo más preocupante no es la fuerza del autoritarismo. Es la debilidad de la democracia. Una democracia que, cansada de sus propios errores, se vuelve incapaz de defenderse. Una ciudadanía que, decepcionada de sus instituciones, se deja seducir por la promesa de mano dura. Como si la eficiencia justificara el atropello.
Es tentador pensar que el autoritarismo llega de golpe, con botas o tanques. La realidad es más sutil. Se instala paso a paso: primero se normaliza el insulto al adversario, luego se ataca a la prensa, después se modifica la ley, y finalmente se castiga a quien pregunta. Cuando queremos reaccionar, ya es tarde.
Quedan voces que resisten, que documentan, que no se rinden. Pero el costo es alto. No es fácil alzar la voz cuando el coro dominante impone miedo, y el eco internacional se ha vuelto tibio o inexistente.
La historia enseña que ningún régimen autoritario es eterno. Pero también muestra que el daño puede ser irreversible. Cada derecho perdido cuesta generaciones recuperarlo. Y en muchos casos, nunca vuelve del todo.
Quien diga que la libertad está garantizada, no entiende el momento. Lo que está en juego es más que un modelo político. Es la posibilidad de vivir sin miedo, de disentir sin castigo, de pensar distinto sin ser enemigo. Eso, que parece obvio, hoy está en peligro.
Y aún hay quienes siguen aplaudiendo.
