Habla con devoción del General Lázaro Cárdenas del Río y de su temprana edad en la política. De su origen sencillo. Del país que ayudó a parir cuando los poderosos aún se repartían los suelos y los pobres no tenían más herencia que su espalda. “Tata Lázaro”, le llama, como si el tiempo no hubiera pasado y el agrarismo fuera todavía un verbo urgente.
Eduardo Ramírez Aguilar, el gobernador de Chiapas, encuentra en Cárdenas un espejo. No uno de vanidad, sino de carga. Recuerda que el general no se hizo de ropajes épicos, sino de actos concretos: repartir tierras, construir escuelas, hablar con el pecho firme. “Yo estoy aquí por trascendencia”, dice Ramírez, convencido de que su lugar en la política no es casual ni pasajero.
Desde el Ejido Viva Cárdenas, San Fernando, el municipio colindante con la capital de Chiapas escucha que no vino a encubrir el pasado. Que no se refugió en él “así me lo dejaron”. Que recuerda, sin eufemismos, los días de violencia: los caminos tomados, los disparos nocturnos, la sombra del crimen refugiada en el monte. Y que eligió tomar el toro por los cuernos. No para posar sino para cambiar.
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No recurre a estridencias. Habla con la serenidad de quien ha caminado con los que no tienen voz. “Uno se equivoca por hacer, no por dejar de hacer”, dice, dejando claro que la omisión es, quizá, la forma más brutal de traición.
La historia que cuenta Ramírez es la de los olvidados. Del maestro que pudo haber sido. Del tejedor de rebozos que, en otra vida, también pudo haber sido él. Se asume heredero no del poder, sino del deber. De ese deber que Cárdenas y Mújica tejieron con tierra, ley y humanidad.
En Chiapas, la política a veces se parece a una forma íntima de redención. No por romanticismo, sino porque el ejercicio de gobierno ahí sigue enfrentando lo esencial: la paz, la tierra, la justicia mínima. En San Fernando, bajo un cielo limpio y un clima que envidia la capital, el gobernador Eduardo Ramírez Aguilar habló con memoria: la de Lázaro Cárdenas, ese presidente joven que se atrevió a repartir la tierra y a mirar a los campesinos como ciudadanos.
No es menor invocar a Cárdenas en una época donde el poder suele medirse en likes y no en hectáreas restituidas. Ramírez lo hizo para hablar de historia, pero también para trazar un espejo. Dijo que Chiapas —ese territorio de caminos rurales y silencios largos— no puede seguir siendo el rincón donde el Estado llega tarde o nunca. Recordó que cuando asumió el gobierno encontró un territorio marcado por la violencia, el miedo y la indiferencia. Y que decidió actuar.
En su mensaje evitó tecnicismos. Habló con la franqueza de quien conversa con su familia. Dijo que San Fernando se parece a su casa. Que lo mueve una convicción: dejar un legado y no una anécdota. No quiere ser recordado por el cargo, sino por haber tomado decisiones difíciles, como lo hacen quienes aún siembran maíz esperando la lluvia.
Por eso volvió a esta tierra. Para reafirmar que la política no es un trampolín, sino una trinchera. Que el campo sigue siendo la espina dorsal de México. Que renovar cafetales es, en estos días, un acto de resistencia.
Al referirse a la renovación de los cafetales, al apoyo a los mil beneficiarios presentes, el gobernador conectó la política con la raíz, con el sur profundo donde las palabras aún tienen peso y las decisiones gubernamentales son la diferencia entre el abandono y la esperanza.
Acompañado por el secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca, Marco Antonio?Barba Arrocha, del subsecretario Enrique Bielma, legisladores e invitados, entregó mil paquetes agrícolas a productores de la región. Fue un acto sencillo y simbólico: el arranque de una nueva etapa para las comunidades rurales zoques y cafetaleras.
Este territorio, habitado históricamente por el pueblo zoque –autodenominados O’d e püt, “gente de palabra” o “auténtico”– concentra en Chiapas a más de 49?700 personas, parte de los aproximadamente 60?600 zoques en México. Tradicionalmente cultivadores de maíz, frijol, café y cacao, esta comunidad ha enfrentado siglos de vulnerabilidad y exclusión.
En ese contexto, los mil apoyos entregados representan más que insumos agrícolas. Son una apuesta por revertir un ciclo histórico de abandono. Se trata de las primeras semillas de una gestión que busca conectar la memoria comunitaria con un proyecto estatal decidido. Al replicar el ideal cardenista de justicia agraria, el gobernador trazó un paralelo entre su figura y la de Lázaro Cárdenas: repartir tierra, confiar en los campesinos, caminar con humildad y responsabilidad.
Ramírez no oculta que puede equivocarse. Pero prefiere errar actuando que hundirse en la parálisis del cálculo político. Y ese es, quizá, el mensaje más potente. Porque en tiempos donde muchos líderes se excusan diciendo “así me lo dejaron”, él opta por intervenir, por gobernar con una ética de la presencia.
El verdadero desafío estará en mantener este pulso más allá del escenario. Si el gobierno actúa con convicción, Chiapas podría emerger como un modelo donde la palabra no sea promesa, sino acción. Y donde cada hectárea cultivada sea testimonio de que los pueblos originarios vuelven a ser centro de la historia, y no marginalidad pública.
A veces, la política se reduce a una frase: mirar a los ojos sin bajar la mirada. En San Fernando, eso ocurrió. Y si ese gesto se sostiene en el tiempo, Chiapas puede volver a ser ese Estado donde el poder no se ejerce desde arriba, sino desde el suelo. Allí donde empieza la historia. Allí donde, como en los tiempos de Tata Lázaro, la política aún tiene sentido.
