Los seres humanos somos una especie olvidadiza, por eso escribimos.
Si nos preguntaran qué hicimos el jueves hace dos semanas, tardaríamos en averiguarlo o simplemente no tendríamos nada qué responder. Poseemos una memoria tan selectiva, que aunque parezca un gran defecto, en realidad es una forma de no volvernos locos; recordarlo todo, de cierta forma nos impediría continuar y necesitamos olvidar selectivamente aquello que hemos vivido para poder hacerlo.
No nacimos escribiendo, lo aprendimos como una forma de suplir nuestra memoria, que, al no poder albergarlo todo, fue sustituida por letras, grafos conjuntos que encadenan relatos del ahora, que describen aquellas voces vivas, suprimiendo a través del filtro de la censura, aquel que posee naturalmente nuestra retentiva. Textos convertidos en códices, adquieren la propiedad de trascender el tiempo, sortear la muerte, siempre y cuando haya alguien vivo para interpretar sus signos.
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Escribimos para mantener de cerca nuestras vivencias; hacemos lo posible postergando, al menos un momento más, aquella despedida que conduciría todo rumbo al olvido.
LO QUE SOBREVIVE
Casi nada se salva del olvido, y lo que logra sobrevivir sufre daños irreparables: pierde extremidades, deambula sin alguno de sus sentidos; anda por ahí maltrecho, roto, descosido, con quemaduras graves; sufriendo ataques de pánico; corriendo sin rumbo más veces de las que se tiene el valor de contar.
Si imaginara aquel lugar donde habita el olvido, ubicaría su morada en el vacío, en la ausencia de todo; un recinto donde cualquier elemento que cae dentro, desaparece sin dejar rastro.
O quizás, tomando en cuenta la ley de la conservación de la materia, debería imaginar que el olvido es algo parecido a una trituradora, que despedaza todo al contacto, dejando debajo únicamente polvo, uno tan delgado y oscuro que se mimetiza entre otros polvos delgados y oscuros, convirtiendo la escena en un inagotable desierto compuesto de recuerdos que perdieron su forma, de memorias que ya no podrán ser recordadas por nadie más.
INEVITABLE OLVIDO
Qué podría estar más vacío que el olvido; nada se compara con aquella ausencia, porque nada se salva de su inevitable manera de desaparecerlo todo, de consumirlo todo; así desvanecen de la memoria nombres, fechas importantes y las que no lo son tanto; huyen personas con todo y apellido, sin que nos preguntemos después por su paradero; vuelan lecciones que tendremos que volver a vivir; se esfuman contraseñas, números telefónicos, pendientes, listas de supermercado, letras de canciones, himnos nacionales, discursos, necesidades básicas y hasta heridas que alguna vez padecimos mucho.
Se desprende de nosotros tanto y sin dejar rastro, que nos empecinamos por no olvidar, pero de cierta forma siempre lo hacemos, quedando por último un atisbo de lo que alguna vez fue aquel recuerdo que abrazábamos con tanto gozo, que, volviéndose humo con los demás olvidos, perdió todo rastro de lo que alguna vez fue.
Olvidar es importante, tanto como recordar. Es cierto que no recordamos todo a detalle, pero también, no se desvanece todo de la memoria, siempre quedan remanentes que permanecen con nosotros, algunos de ellos toman la forma de llagas que irritan con el mínimo contacto; otras memorias se convierten en un canto sublime que nos reconforta, abraza suave y tiernamente, poco o mucho, el tiempo que sea, el tiempo que la vida nos permita recordar; dándonos en ocasiones la oportunidad de decir adiós; dándonos a veces un portazo, cerrándonos toda posibilidad de despedirnos correctamente.
