El susurro se distinguía al horizonte entre todos los demás sonidos que habitaban aquel entorno salvaje. Guturales e inentendibles voces; gruñidos de bestias oníricas; súplicas de difuntos que, escondidos entre texturas, evitaban por un momento la deportación, postergando su funesto destino: el inframundo.
En ocasiones, mezclada entre memorias de espuma y mar, sonaba aquella canción de cuna que invitaba a dejarse ir y seguir avanzando, acercándose al susurro reconocido en el tiempo, porque no era cualquier sueño el que se escuchaba entre ensoñaciones, era un sueño perdido entre mudanzas, forjado durante la niñez, un sueño que creímos muerto, pero que, al escucharlo crecer con más intensidad, al sentirlo cada vez más cerca, traía consigo una lección que habíamos olvidado: los sueños nunca mueren, no en realidad.
Aquel ensueño de niño, se coronaba sobre un barco de plata que brillaba reflejando la sonriente luna; su embarcación, más grande que la mía en ese momento, navegaba sobre las dunas de olvido tripulada por personajes que alguna vez acompañaron tiernamente mis aventuras en este reino.
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El sueño que tuve de niño, así como aquellos excéntricos marineros, eran abordados por letras que les fueron dando nuevamente sus nombres, al tiempo que algunas otras se colgaban sutilmente de las velas del enorme barco que les transportaba, armando el rompecabezas de un mensaje que letra a letra tejía una declaratoria: "crece/ sueña/ despierta/ pero nunca olvides".
DESTINO EN COMÚN
No importa quiénes seamos, gran parte de nuestra vida la pasamos en el mundo de los sueños, pero, ¿bajo qué coordenadas se localiza aquella onírica tierra?, ¿de qué materia están hechos sus habitantes?, ¿cómo es que no recordamos la mayoría de lo que vivimos en ese reino?, ¿cómo es que terminamos olvidando el fundamental papel que tiene para nosotros su existencia y la manera en la que nos guía en silencio lo que sucede dentro de las vastas e invisibles paredes de la ensoñación?
Qué sería de nosotros sin nuestros sueños; qué sería de la humanidad si perdiera la capacidad de crear, es decir, de creer en el futuro que quiere tener; qué nos quedaría sin aquella llama de inspiración que proviene del reino de los sueños.
Qué sería de aquella niña si soltara su anhelo de ser doctora; de aquel niño sin su sueño de volar, que le llevaría más tarde a navegar entre galaxias. Qué sería de aquellas personas que, con vehemencia, buscan escribir un libro, inaugurar un nuevo estudio, encontrar otro trabajo o comprar su primer auto, si les quitáramos la capacidad de primero soñarlo.
Si nos arrebataran por alguna circunstancia aquellos sueños, quiénes seríamos sino cascarones huecos, seres semivivos deambulando por el mundo, con nada más que la pesada realidad a cuestas. Sin ensoñaciones que nos mantengan a flote, viviríamos el lamentable destierro del mundo onírico, habitando únicamente el reino de la vigilia, sin esperanza, sin siquiera poder descansar, deslizándonos en el naufragio eterno rumbo al olvido.
DESDE EL ANHELO
Esculpimos sueños desde el anhelo, y desde ahí todo se ve distinto, se aprecia parcialmente el origen, aquel comienzo que explica el cuadro completo, recordándonos el esfuerzo del soñador, que construyó el ahora primero soñándolo, para luego materializarlo con sus acciones hasta volverlo lo que es.
Así como el anhelo en múltiples ocasiones se ha vuelto suspiro o derrota –es decir, en lección de vida–, algunos sueños han logrado trascender las fronteras oníricas, transformándose en el ahora; otros, han conquistado hasta el propio tiempo: El anhelo de Sabines se convirtió en poema; el de Sabina en canción; el de Amparo Dávila en relato; el de Shakespeare en dramaturgia. El anhelo del artista se volvió obra; el del cocinero, platillo; el del deportista, medalla; el del guerrero, victoria; el del científico, descubrimiento.
Entre carne, huesos, pelo enrulado o no y múltiples preguntas, los seres humanos estamos hechos de sueños; nuestro interior guarda la arena del tiempo, entremezclada de ensoñaciones con las que esculpimos aquello que queremos, que nos impulsan a seguir insistiendo. De insistir, el soñador se vuelve inspiración, es decir, un ser soñado por aquellos soñadores que quieren aquello que él pudo lograr primero soñando.
Un sueño se convirtió en un libro, una pieza musical, en una película; un sueño se convirtió en un poema, una pintura, un viaje que llevó a un destino; una familia; un sueño se transformó en un discurso que cimbró y de alguna forma cambió el ahora; un sueño se volvió una invención, un negocio, una historia.
Un sueño se convirtió en un sueño pospuesto, en un sueño ahogado en el tiempo, en un sueño oculto en las fauces del olvido, pero no en un sueño muerto, porque los sueños nunca mueren, no en realidad.
