Toda buena pregunta puede contestarse con el café suficiente corriendo por nuestro sistema; o quizás, la cantidad no importe sino el tiempo que dediquemos a pensar una respuesta, estimulados por el líquido que embalsama nuestras penas, dándoles nombre, encapsulando el cansancio siquiera un segundo, quemando las cuerdas que nos sujetan, evitando que transitemos una vez más el mismo camino.
Obra del café o del tiempo invertido, me dispuse a poner las cartas sobre la mesa e iniciar un procedimiento contra mí mismo que podríamos llamar "juicio", sometiéndome al escrutinio público comprendido por aquella asamblea de multitudes que habitan mi propio espíritu, jurados y jueces despiadados que no dudarían en condenarme, teniendo o no las suficientes pruebas.
Pero, ¿de qué puedo ser culpable yo?, ¿en qué forma pude haber atentado contra mí mismo?, los hechos en ocasiones superan toda lógica y la memoria juega un papel fundamental que nos recuerda aquello que hemos hecho u oculta aquellas armas con las que arremetimos en algún momento contra nosotros, causándonos arteras calamidades que en ocasiones casi nos cuestan la vida.
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Leyendo la cartilla de crímenes contra mi propio bienestar, pude enumerar aquellos que tendría que aceptar sin que hubiera margen de negociación al respecto. Entre las omisiones más terribles y las acciones más intolerables, encontré algunas que resaltaban por su forma, su textura y su color:
Saltar más de una comida, olvidando lo importante que es procurar mi alimentación, o haberlo hecho de manera tan precaria, que la carencia de nutrientes esenciales haya producido afectaciones directas o indirectas a mi salud; procrastinar durante horas, dejando que el tiempo se convierta en tiempo límite para la resolución de aquellos pendientes que se encontraban en la mesa, perdiendo la oportunidad esperada; hacer menos de lo suficiente para levantarme aquella mañana soleada, permitiéndole a las sábanas, como filamentos arbotantes, clavarme a la cama; ahogar más de un sueño que tuve de niño, en aquella sustancia viscosa y salina que los adultos a veces llamamos desesperanza.
Errores inocentes, multas de parquímetro; fallas de contabilidad que provocaron pequeñas, medianas o grandes crisis financieras; tropiezos que causaron lesiones arteras que nuestro cuerpo sigue pagando; descuidos, descuidos y más descuidos; huesos rotos, cortadas y magulladuras que carga la piel; autolesiones que persiguen; insultos crueles que nos dijimos sin cuidado; tatuajes que ya no nos representan ni un poco; crímenes contra nuestro bienestar; actos juzgados por aquella asamblea de multitudes que habitan en nosotros, crueles y despiadados jurados que no dudarían en condenar, en ocasiones, sin siquiera tener pruebas de nuestra culpabilidad.
LA INERCIA DEL DISCURSO
Tropezamos, en múltiples ocasiones, no porque queramos hacerlo, sino por aquella inercia que posee el discurso que hemos consumido hasta la saciedad; aquel que nos indica la imposibilidad de equivocarnos, que nos prohíbe tener un descanso, que nos exige seguir a costa de todo, a costa de nosotros mismos y de nuestro bienestar.
Aquella inercia que nos presiona, poniéndonos entre las cuerdas, forzándonos a recibir embate tras embate, embestidas de nosotros contra nosotros mismos; mientras del otro lado, cómodamente sentadas, aquellas multitudes que habitan dentro, forman una asamblea para juzgarnos con severidad, buscando condenarnos por lo que hicimos, pero también por lo que no hicimos, siendo crueles y despiadadas sombras que, teniendo o no pruebas, nos declaran culpables sin remordimiento alguno.
¿Qué tanto merecen de nosotros aquellas sombras?, ¿qué tan prudente es que escuchemos y atendamos los murmullos que nos juzgan sin piedad?, ¿qué tan culpables somos por tropezar y lastimarnos en el camino?, ¿qué tan graves deberían ser las penas?, ¿y si todavía podemos recomponer el camino?, ¿y si aprendemos a educar las voces que habitan en aquellas sombras para que sólo nos juzguen si tienen pruebas contra nosotros?
Quizás es mejor que el resultado de aquellos juicios, en vez de ser penas punitivas, se convierta en actos de justicia restaurativa que nos den la oportunidad de resarcir el daño que nos hemos hecho, de recomponer el camino para no volver a pisar los mismos pasos, para aprender de nuestros errores y cuidarnos más, procurarnos más, abrazarnos más.
Quizás sea mejor detener de una vez por todas la inercia del discurso y replantear la manera en que nos hablamos a nosotros mismos, que nos tratamos a nosotros mismos; hacerlo para que las heridas sanen, el corazón se llene de vida, los sueños que teníamos cuando niños se mantengan a flote sosteniendo el espíritu, y la desesperanza se vuelva tan pequeña como podamos hacerla.
Romper la inercia del discurso, ahogando los murmullos que habitan las sombras, quitándoles el título de jurados crueles y despiadados, para que se conviertan en jurados dignos, con una balanza clara de lo que es justo.
