En un par de semanas iniciará una nueva forma de impartir justicia en México. El antiguo mecanismo de acceso judicial será desplazado por las personas electas en junio. Falta una mitad federal a ser renovada en 2027, pero los órganos cúpula, esos que definen en última instancia los criterios jurídicos, iniciarán funciones con decisiones quizá disruptivas para construir legitimidad en el cargo.
Se ha cuestionado si eran las reformas necesarias o deseables al Poder Judicial. Pero la realidad que se impone ha generado mucha más reflexión sobre lo que pudo ser que sobre lo que será, o sobre las implicaciones para el mercado de servicios jurídicos.
Tengo para mí que, en la medida en que el nuevo modelo avance, surgirán formas distintas de emprendedurismo judicial. Hasta ahora, muchos despachos legales, sobre todo las grandes firmas, tenían formas normalizadas de operación. Cada nicho de mercado –administrativo, penal, fiscal, o cualquier otro– contaba con fórmulas más o menos diseñadas de con quién, en dónde y cómo interponer un recurso de defensa, y promover las mejores interpretaciones jurídicas para sus clientes. Eso sin que, necesariamente, determinara el sentido de una sentencia, máxime en órganos colegiados.
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¿Eran erróneas o faltaban a la ética estas maneras de actuación? No necesariamente. La definición propia de carrera judicial implicaba el avance gradual del escalafón que volvía, hasta cierto punto, predecibles las posibilidades de las personas juzgadoras. Un juez buscaba ser magistrado, y un magistrado, ministro.
La rotación basada en experiencia y competencias, por la lógica misma de las reglas anteriores, otorgaba cierta estabilidad al engranaje judicial. De ahí que, en el oficio de los servicios jurídicos, el tiempo o especialización facilitara el conocimiento mutuo entre litigantes e impartidores de justicia, traducido en una suerte de capital social.
La llegada de los votos populares cambia el escenario. Pienso, bajo reserva de error, que habrá al menos tres implicaciones para el mercado de servicios judiciales, sobre todo para las grandes firmas.
La primera es la integración de las firmas en sí. Dada la escasa permanencia de las personas que provenían de carrera judicial y que resultaron electas, habrá mucho talento disponible para nutrir a los despachos existentes, o para el surgimiento de otros nuevos. Esas personas, difícilmente, se dedicarán a cosas distintas a lo que saben hacer. Jueces, secretarios de acuerdos o asesores especializados en temas complejos, buscarán trabajo o emprenderán los propios.
La segunda implicación es el replanteamiento del uso de los recursos judiciales como medio, o como fin. Si la hipótesis de que en las decisiones de última instancia habrá coincidencia con el proyecto político que gobierna el país, resulta suicida apostar al litigio o la confrontación permanente por la vía judicial en la espera de recibir la razón.
Este planteamiento conlleva desafíos múltiples pues, nuevamente, de confirmarse la hipótesis planteada, resultará mejor pensar en mecanismos distintos para solucionar controversias. Habrá incentivos a negociar con la autoridad, como también los habrá por empujar interpretaciones que se acerquen a la noción de justicia que abandere la Corte.
La tercera implicación es que, si son ciertos los señalamientos de liderazgos o vinculaciones políticas en el Poder Judicial, el cuadro de actuación requerirá de una manera mucho más sofisticada de entender temas litigiosos. Si un ministro o ministra, magistrado o magistrada, tiene ascendencia sobre el resto, o bien algún personaje del poder es capaz de incidir en las formas de interpretación, eso marcará la diferencia entre dónde, cómo y cuándo interponer un recurso. Esto requiere mucha más inteligencia, información y análisis.
Podremos estar de acuerdo o no con el nuevo Poder Judicial. Lo que no podemos omitir es que el mercado de la justicia, cuando menos en el sector privado, necesitará de herramientas diferentes para que sus estrategias puedan avanzar.
