A las cuatro de la tarde, el teléfono de un pequeño negocio en Veracruz suena con insistencia. Al otro lado, una voz sin nombre que exige 20 mil pesos para dejar trabajar al restaurantero. No hay negociación, sólo la certeza de que negarse trae consecuencias.
En México, la extorsión no necesita leyes para existir. Es un impuesto paralelo que se cobra en efectivo, en transferencias o en especie. No discrimina: un vendedor de tacos, una línea de autobuses o una tienda de barrio pueden recibir la misma amenaza.
El sector patronal estima que este delito cuesta al país unos 26 mil millones de pesos al año. Y eso, con cifras incompletas porque 97% de los afectados prefiere callar antes que arriesgar la vida. El silencio se convierte en una forma de pagar.
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El mapa del delito ha cambiado. Lo que antes era “derecho de piso” cobrado por grupos locales, hoy es parte del modelo de negocios de los grandes cárteles. El de Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación extienden sus tentáculos a mercados, carreteras y ciudades. A su sombra, bandas pequeñas usan esos nombres como marca registrada del miedo.
Los métodos se diversifican. Cada vez son más las llamadas que simulan un secuestro, cobros por cada camión que cruza un municipio, cuotas a productores para no perder la cosecha o el ganado. En zonas turísticas, la amenaza incluye incendiar bares u hoteles que no pagan.
El daño es visible y silencioso. Los precios suben para cubrir la “cuota”. Los proyectos de inversión se frenan. Negocios formales se mudan a la informalidad para pasar desapercibidos. Y la vida comunitaria se enrarece, ya que nadie confía en nadie.
El Gobierno federal ha prometido una ley para perseguir la extorsión de oficio, sin necesidad de denuncia. La Ciudad de México ya creó una fiscalía especializada, con unidades para cobro de piso y extorsión telefónica, endureciendo penas y multas. Son pasos importantes, pero insuficientes si no hay protección real a denunciantes y una investigación que vaya más allá del caso aislado.
El verdadero enemigo es la impunidad. Mientras la probabilidad de castigo siga siendo mínima, la extorsión seguirá siendo un negocio rentable y de bajo riesgo. Combatirla requiere inteligencia financiera, coordinación entre fiscalías, y un compromiso político que no se diluya con el cambio de sexenio.
Este no es un fenómeno lejano ni exclusivo de estados violentos. En la capital, las denuncias casi se duplicaron en un año. En Veracruz, la llamada “Mafia Veracruzana” combina extorsión con asesinatos y motines. En el Estado de México, la Familia Michoacana fija precios de productos básicos, controla sindicatos y distorsiona mercados completos.
Frenar esta dinámica implica algo más que patrullas. Se trata de proteger a quien se atreve a hablar, garantizar juicios rápidos y evitar que la denuncia se convierta en sentencia de muerte.
Cada llamada, cada pago, cada amenaza tolerada es una porción de autoridad que el Estado entrega a manos privadas armadas. Dejar que la extorsión se normalice no solo empobrece, reduce el espacio de libertad de todos, día tras día, sin que aparezca en ninguna estadística.
