La aprobación de la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión generó una gran controversia en distintas áreas. Una de ellas fue la distinción que tendrían que hacer entre información y opinión los programas noticiosos para garantizar el derecho a la información.
La medida está inscrita en el marco de los mecanismos defensores de las audiencias. Si bien es cierto que no es la primera vez que se propone una medida de este tipo, sí lo es que se le ha vinculado, enfáticamente, como un elemento de censura contra medios y líderes de opinión.
Durante una de sus más recientes intervenciones en la conferencia matutina, el titular de la Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones, José Peña Merino, aseguró que con base en la nueva ley se hará un apercibimiento a los medios cuando no se apeguen a los derechos de las audiencias.
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Aunque todavía no se establecen los criterios con los que se aplicarán algunas de las nuevas restricciones, no hay duda del avance que representa la ley en cuanto al acceso garantizado que habrá a contenidos diversos, no discriminatorios, con igualdad de género, a la programación infantil y a la distinción que se tendrá que hacer entre publicidad y contenidos.
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Sin embargo, el reto que impone la necesidad de separar información, noticia y opinión es complejo y de enormes proporciones. Por tal razón, se vislumbran dos escenarios: el primero, que se cometan errores, abusos o excesos por una mala o perversa interpretación de la norma; el segundo, que se ignore simplemente la disposición y todo siga igual.
La desconfianza surge por la falta de una definición clara y contundente de cada uno de los conceptos. La ambigüedad no es nueva, y lo más conveniente en los sistemas democráticos, ha sido priorizar el derecho a la libre expresión de las ideas que todas y todos tenemos.
Por otra parte, los análisis profesionales sobre la materia han considerado el alto grado de dificultad que tiene establecer las fronteras semánticas y conceptuales en la práctica cotidiana, sobre todo de quienes se dedican profesionalmente al ejercicio de la labor periodística, en su sentido más amplio.
En términos prácticos, la separación entre opinión e información es casi imposible. La estructuración de un mensaje informativo siempre va cargada de un sesgo y una intención. Para manipular o hacer daño, no se requiere siempre de una opinión. La clave está en la selección, priorización y presentación persuasiva de los datos.
En el mismo sentido, la opinión cobra mayor importancia cuando está respaldada en información que se considera “verdadera” o “confiable”. Si tal fuese el caso, ¿cometerá delito quien base su opinión en hechos concretos y verificables?
Desde esta perspectiva, los juicios de valor se pueden considerar poco trascendentes en las labores de todos los medios de comunicación, si se apegan al respeto de los derechos humanos y a los derechos de las audiencias. Por el contrario, informar sin adjetivos tampoco es una labor exenta de ocasionar daños premeditados, o no, a terceros.
¿Acaso es posible señalar o denunciar a un medio o líder de opinión por el hecho de no diferenciar lo que a su juicio es información u opinión? ¿En el marco del nuevo ecosistema de comunicación, se puede asegurar que las audiencias del siglo XXI no están preparadas para distinguir un mensaje informativo de un juicio de valor?
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En cualquier circunstancia, lo que resulta más sencillo —al tiempo que reduce los riesgos de ejercer censura— es identificar si en el ejercicio de la actividad periodística se atenta contra los derechos a la privacidad, no discriminación, dignidad, intimidad, identidad personal, honor o imagen, entre muchos otros.
Visto así, lo que debe estar sujeto a un análisis y escrutinio más riguroso por parte de los tres poderes de la unión es la importancia del papel de la verdad en la política, del valor que tiene la verdad en la convivencia social o del significado de la veracidad.
Pero esto no es todo. También es necesario considerar —con la mayor precisión posible— quiénes y bajo qué contexto son los sujetos de la obligación de diferenciar entre información y opinión. La razón es obvia, porque si la norma no se interpreta en forma correcta surgirán muchas dudas, controversias y conflictos. Pero más si surge cualquier sospecha de censura por la configuración de un delito que se considere injusto.
Veamos algunos ejemplos: ¿Cómo se resolverá la obligación de las autoridades de separar la opinión de la información en una conferencia de prensa, como la matutina de la presidenta Claudia Sheinbaum, en la que no siempre se hace la distinción respectiva? ¿Qué pasará con las entrevistas periodísticas, en donde la información y los adjetivos fluyen naturalmente para quien pregunta y para quien responde? ¿Qué medidas se deberán tomar en un debate?
Si el precepto jurídico es inaplicable, nadie debe olvidar que aún está abierta la posibilidad de corregirlo con la ley reglamentaria, en el corto plazo.
Recomendación editorial: Mª Olga Sánchez Martínez. Los efectos disruptivos de la comunicación digital. Madrid, España: Editorial Dykinson, 2025.
