Si una gran comunidad de mexicanos se mudara a Nápoles, Italia, para trabajar de forma remota, es poco probable que los napolitanos comenzaran a poner piña en sus pizzas. Quizá no hay pueblo más celoso de su gastronomía que el italiano, y eso está bien. Sin embargo, en México, y particularmente en la Ciudad de México, tenemos la costumbre de alterar todo: bañamos el sushi en salsa de soya con chile serrano, la pizza puede tener cualquier tipo de ingrediente y textura, y no es raro que alguien le pida limón al chef Enrique Olvera. Aunque él tiene todo el derecho de negarse, esa irreverencia es parte de nuestra identidad culinaria: creativa, mestiza, libre.
Pero hay líneas que no debemos cruzar. Cuando una cafetería mexicana se promueve en Instagram en inglés, sus dueños están haciendo una concesión que raya en la sumisión. Que una taquería ofrezca salsas que no pican para agradar a turistas o migrantes es aceptable, siempre y cuando no eliminen las versiones picantes que nos definen. Si lo hacen, entonces hay una pérdida de dignidad, porque la comida también es territorio, cultura e identidad. No obstante, cada quien cocina lo que quiere: son sus recetas, sus clientes, sus reglas.
Lo que ocurrió el viernes 4 de julio en una marcha contra la gentrificación es otra historia. La violencia que se desató ese día es inaceptable y deja entrever una preocupante confusión entre dos fenómenos distintos, pero hoy interconectados: gentrificación y xenofobia.
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La gentrificación es un proceso complejo que va mucho más allá de salsas sin chile o publicaciones en inglés. No son los extranjeros ni los desarrolladores inmobiliarios los responsables. Detrás de este fenómeno está la ausencia de una política pública efectiva, particularmente por parte del Gobierno de la Ciudad de México, que debería estar detonando soluciones reales: producción masiva de vivienda, regulación del mercado inmobiliario, garantías para los inquilinos. Pero lo más fácil es culpar al “cártel inmobiliario”, a los desarrolladores, a los migrantes… a todos, menos al verdadero responsable.
La xenofobia, por su parte, es otro asunto grave. Hoy convivimos con dos tipos de migración: la de quienes huyen de la pobreza buscando una oportunidad, y la de quienes llegan de países desarrollados en busca de una mejor calidad de vida a menor costo. En ambos casos, el desprecio hacia el inmigrante está creciendo, y las autoridades no están haciendo nada para contenerlo. México ha tenido siempre una imagen de apertura, y esa es una de nuestras fortalezas que deberíamos proteger.
Cuando vi las imágenes de la manifestación y los actos violentos, me preocupé. Pero me alarmó aún más la reacción de ciertos propagandistas del régimen: desde intelectuales con argumentos sofisticados hasta troles con lenguaje soez. Esa narrativa orquestada me lleva a pensar que el vandalismo fue planeado desde esferas de poder. Se busca enredar el debate, desviar la atención, construir un enemigo externo para ocultar la falta de políticas efectivas.
No sólo las salsas pican. Los chayotes también. Es decir, las plumas a sueldo, los discursos enredados, las provocaciones disfrazadas de debate. Si no somos capaces de discutir con seriedad temas como la gentrificación y la migración, lo que nos espera es más violencia, más confrontación, y menos evidencia en las decisiones públicas.
La jefa de Gobierno, Clara Brugada, hizo bien al condenar la xenofobia y al reconocer la problemática de la gentrificación. Pero no basta con comunicados: contra la gentrificación se requiere acción decidida, producción de vivienda a gran escala, regulación efectiva y una estrategia clara. Y contra la xenofobia se necesita una conversación más civilizada, menos polarizada, además de investigar quién volvió violenta una manifestación legítima.
Ah, y también necesitamos que nuestras salsas sigan picando.
