ROSARIO CASTELLANOS

Rosario de los silencios

Rosario Castellanos fue mujer sin concesiones, feminista sin pancartas, escritora sin tribuna, sus novelas no gritaban: cuchicheaban en los pasillos del alma. | José Luis Castillejos

Escrito en OPINIÓN el

No cayó un rayo en Tel Aviv el día que Rosario Castellanos murió, pero algo estalló por dentro en las palabras. La encontraron sin voz, apagada por una descarga eléctrica, como si el destino —invisible y brutal— quisiera borrar de golpe a la mujer que había nacido entre indios y criollos, con el alma dividida y los ojos llenos de palabras que dolían.

No vino al mundo en el centro del ruido, sino en los bordes del mapa, allá donde los ríos chiapanecos se deslizan con timidez por entre cafetales y cementerios. Comitán, tierra de caciques, de criadas indígenas que hablaban tzeltal y no eran miradas. Allí nació ella: Rosario, con la herida abierta desde niña. Aprendió que su apellido pesaba más que los pies descalzos de quienes servían la mesa. Y desde entonces, la vergüenza se le volvió tinta.

Creció mirando cómo los dioses mayas se escondían en el monte mientras las mujeres cosían en silencio. Rosario no fue niña: fue testigo. No jugó, observó. No alzó la voz, la escribió. Mientras sus padres decidían si ella valía menos por ser mujer, ella leía a los clásicos como quien rompe con una dinastía. Su rebeldía no tenía nombre aún, pero ya ardía.

Cuando llegó a la Ciudad de México, era ya otra. Aún tímida, pero con la furia del sur en los huesos. Se doctoró en filosofía, se hizo amiga de las ideas y enemiga de las etiquetas. Fue mujer sin concesiones, feminista sin pancartas, escritora sin tribuna. Sus novelas no gritaban: cuchicheaban en los pasillos del alma. Y cada poema era un aguijón vestido de jazmín.

Amó con pudor. Con miedo. Con ansias. Su matrimonio fue un campo minado de silencios y ausencias. Tuvo un hijo, Gabriel, al que amó como se ama lo irrenunciable. Pero su maternidad no le quitó la pluma. Escribía de noche, cuando los ruidos dormían. Sus cartas eran confesiones a media voz, sus ensayos eran combates. Sabía que la literatura era su única patria.

Rosario fue embajadora, pero nunca diplomática del alma. Vivía entre la nostalgia y el deber. En Tel Aviv, se volvió espejo de otras soledades. Observaba el desierto con los mismos ojos con los que alguna vez miró los cerros de Chiapas. Escribía sobre mujeres rotas, sobre patrias que duelen, sobre el idioma como salvación.

Su muerte fue absurda, repentina, pero premonitoria. Porque Rosario no moriría de anciana: moriría de electricidad. Como si el universo quisiera darle un final fulminante y brutal. Fue enterrada en México, pero su alma sigue caminando por Comitán, por las bibliotecas, por los pechos de mujeres que no se atreven a hablar, pero la leen.

Rosario no pidió homenajes. Tampoco quiso monumentos. Pero su obra es una piedra en el zapato de la historia. Nos recuerda que la literatura no sirve si no molesta, que ser mujer en México es aún una forma de resistencia, y que la dignidad puede escribirse con versos.

A veces, en las tardes del sur, se escucha su voz. No como un trueno, sino como una oración pequeña:

"Quiero hablar.
Tengo miedo.
Pero quiero hablar."
Y habló.

Habló cuando todos callaban. Cuando los hombres llenaban las estanterías y las academias, ella sembraba preguntas. ¿Quién decidió que la mujer debía obedecer? ¿Quién le quitó la tierra a los pueblos originarios? ¿Por qué escribir, si no es para denunciar, para consolar, para prender fuego?

Cada uno de sus libros fue una fogata en medio del páramo. Balún Canán no fue solo una novela: fue un retrato crudo del poder blanco y su miseria. Oficio de tinieblas fue su forma de pedir perdón por la ceguera histórica. Y en sus poemas se dolía de sí misma, con una honestidad tan honda que dolía leerla.

Rosario Castellanos no fue una escritora de papel. Fue carne viva. Cada palabra le costaba sangre. Y cada párrafo era una exhalación de lo que no podía decir en voz alta. Amaba como se sufre: en silencio, con todo el cuerpo. La literatura fue su modo de estar viva, incluso cuando ya estaba muerta por dentro.

En las fotos aparece seria, casi dura. No hay sonrisas fáciles. Ni poses. Su rostro parecía tallado por el viento de los Altos de Chiapas. Su pelo recogido, sus ojos hundidos. Parecía cargar con la tristeza de todas las mujeres que nunca aprendieron a gritar. Por eso escribía. Por ellas.

Era mujer antes que autora, madre antes que mito, chiapaneca antes que universal. Y aun así, lo fue todo: símbolo, faro, frontera. No buscó fama. Le bastaba con que alguien la leyera y se supiera menos sola. Rosario escribió desde la grieta, con una mezcla exacta de furia y ternura. Como Gabriela Mistral, como una madre del verbo.

Vivía con la nostalgia en la piel. Recordaba su Comitán con un dolor que no sanaba. Las calles polvorientas, las cocinas donde las mujeres indígenas preparaban tortillas sin que nadie les dijera gracias. El español le fue impuesto, pero lo convirtió en arma. Escribió desde la herida. Y por eso su voz aún arde.

Pablo Neruda escribió que confiesa que ha vivido. Rosario podría haber dicho: confieso que ha dolido. Que cada página fue una rendición, un combate, una plegaria. No dejó herederos literarios: dejó preguntas. Y ese es el legado más hondo.

Hoy, en un rincón de Comitán, alguna muchacha lee en voz baja sus versos. Se los aprende de memoria como si fueran oración. Porque Rosario sigue viva en las niñas que piensan distinto, en las mujeres que no se resignan, en los hombres que aprenden a mirar distinto.

Rosario Castellanos no ha muerto. Solo se ha vuelto más libro. Más eco. Más raíz. Porque como los árboles que nacen torcidos del dolor, ella floreció torcida, pero irrefrenable.

Y aún nos habla. Desde el polvo, desde la página, desde el trueno que no suena, pero arde.

—“No es la voz que grita la que queda”, parecía decirnos, “sino la que resiste.”

Y ella resiste.

En cada mujer que se atreve a escribir su verdad, en cada indígena que exige ser mirado sin condescendencia, en cada niña que se descubre libre en medio del miedo.

Porque Rosario no fue una escritora de su tiempo: fue el tiempo que aún no llega.
Una advertencia, una llama, una semilla.
No vino a complacer, sino a incomodar.
No escribió para ser leída, sino para que nadie olvidara.
Y así será.
Mientras haya injusticia, mientras haya silencio, mientras alguien se atreva a mirar con los ojos abiertos,
ella estará ahí,
esperando con un libro entre las manos
y el alma encendida.

 

José Luis Castillejos

@JLCastillejos