En los últimos años, cuestionar al sistema —al modelo económico, a las estructuras de poder, a las desigualdades de origen racial o de género— se ha vuelto una empresa de alto costo. No solo por la reacción de los sectores conservadores, sino por una resistencia más sutil pero igual de efectiva: la deslegitimación desde el centro. Desde los medios y líderes de opinión que, en nombre de la moderación, condenan cualquier crítica estructural como “exceso”, “resentimiento” o incluso “discurso de odio”.
Este tipo de reacción forma parte de una estrategia que protege al status quo: equiparar la crítica al sistema con una amenaza, y al mismo tiempo reforzar la idea de que solo desde la neutralidad —una neutralidad que rara vez incomoda al poder— se puede hacer análisis legítimo.
La rabia de los pueblos, de las mujeres, de los cuerpos disidentes, de quienes han sido sistemáticamente excluidos, se presenta casi siempre como un desborde emocional, no como una respuesta política legítima. Las protestas y denuncias son tratadas como exageraciones irracionales, las demandas por justicia como imposiciones identitarias. Y quienes denuncian las violencias estructurales son reducidos a agitadores o radicales.
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Uno de los mecanismos más eficaces del sistema para desactivar esa crítica es el uso estratégico del lenguaje mediático. Titulares supuestamente neutrales que colocan “ambos lados” en pie de igualdad; coberturas que omiten sistemáticamente el origen estructural de las violencias; análisis que insisten en el “malestar social” sin nombrar la desigualdad. Así, los medios no solo narran los hechos: los encuadran, los domestican y, en muchos casos, los distorsionan.
El caso de Torre Pacheco, en España, lo ilustra con crudeza. Diversos medios presentaron la violencia racista organizada por grupos de extrema derecha como un “conflicto vecinal” o una “crisis de convivencia”, diluyendo el origen ideológico de los ataques y desviando la atención de la campaña de odio sostenida en redes sociales y discursos públicos por organizaciones y grupos políticos. Lo mismo ocurrió en la cobertura internacional: un artículo reciente de la BBC describió los disturbios como resultado del “resentimiento hacia la inmigración”, evitando nombrar el racismo y el rol de la ultraderecha en su instigación.
Esta supuesta objetividad no es inocua. La exposición mediática frecuente a grupos de extrema derecha está asociada con una mayor percepción de que estas posturas son comunes y aceptadas socialmente, incluso entre personas no afines a esas ideologías. Es decir, aunque el tono de la cobertura no sea favorable, el solo hecho de otorgar visibilidad constante sin un marco crítico claro contribuye a la normalización de discursos antes marginales y estigmatizados.
Ya lo explicó la periodista Agnes Frimston: al buscar el “equilibrio” entre posturas profundamente desiguales, muchos medios terminan amplificando narrativas de odio disfrazadas de opinión política legítima. Y cuando esto ocurre de forma sistemática, no solo se diluyen las fronteras entre libertad de expresión y discurso de odio, sino que se deslegitima toda forma de disenso estructural. No es casualidad que, mientras el racismo, el patriarcado y la precariedad avanzan, los titulares más duros vayan dirigidos a quienes protestan, no a quienes sostienen la injusticia.
Este fenómeno no es nuevo. En el ensayo de Pierre Bourdieu “La opinión pública no existe” se afirma que lo que llamamos consenso social es, muchas veces, el resultado de operaciones mediáticas que seleccionan, jerarquizan y validan ciertas voces sobre otras. En lugar de preguntar a quién sirve este orden de cosas, buena parte del periodismo se ha dedicado a resguardarlo. No se trata sólo de omisión, sino de complicidad, consciente o no.
Frente a esta lógica, cabe preguntarse: ¿qué papel quieren jugar los medios frente a las violencias estructurales? ¿Serán solo cajas de resonancia del poder? ¿Harán periodismo o relaciones públicas?
El periodismo no puede conformarse con observar desde la orilla. Si no cuestiona el modelo que produce exclusión, si no visibiliza las estructuras que sostienen la injusticia, si no incomoda al poder, ¿entonces para qué sirve?
Nombrar el racismo, el patriarcado, el clasismo o la precariedad no es odio, es diagnóstico. Exigir un periodismo comprometido con la verdad —aunque moleste— no es radicalismo, es democracia.
