La elección judicial tiene un mal de raíz: anula la función de juzgar.
Para juzgar se requiere imparcialidad, las elecciones partidizan. Juzgar requiere conocimientos y pericia, las elecciones prescinden de ello. La elección como método de designación de jueces tiene, por eso, un mal radical.
De ahí que el abstencionismo, los votos nulos y en blanco sean una posición no solamente legítima sino correcta para corregir en el futuro la perversión del sistema de justicia.
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La breve historia que hasta ahora hemos vivido en México sobre un modelo basado en las elecciones, confirma desde ya su fracaso. Una idea surgida al calor de la coyuntura, sin la suficiente reflexión, pensada más para eliminar contrapesos efectivos que para mejorar la justicia, muestra ya sus propios anticuerpos.
El argumento central de la reforma es buscar en el voto la legitimidad de los juzgadores. Cada voto por la presidencia se tomó como un voto por la reforma judicial. La reforma judicial se postuló como un mandato. Apoyar la reforma en una pretendida decisión popular tomada en la elección presidencial creó una falacia que al ser sometida a su propia prueba demostró ya su falsedad.
La búsqueda de su propia legitimación no estaba en obtener cualquier votación, sino una votación equivalente a aquella obtenida en la elección presidencial (33 millones). Si los votos efectivos en la elección judicial son alrededor de 10 millones y la candidatura con mayor número de votos es de 5.3 millones, la expectativa de validación queda muy distante.
La legitimación de la elección como método a validar por los electores pereció en su soledad.
La reforma judicial ni fue un reclamo popular, ni un mandato.
La nueva judicatura nace sin la legitimidad autoasignada. Por el contrario, sufre de sus males. Quienes alcanzaron las mayorías para ocupar cargos tienen detrás ya compromisos y lealtades definidas. Si pensamos, por ejemplo, en la Corte que tiene que resolver en definitiva juicios de amparo, acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales, la imparcialidad se encuentra ya viciada. Pensemos, por ejemplo, en la probable acción de inconstitucionalidad que un partido de oposición presente por reformas aprobadas por la coalición oficialista. ¿Qué garantía de imparcialidad puede tener si los integrantes de la Corte tienen una clara inclinación política y han sido apoyados por la estructura partidista/gubernamental?
No se trata, siquiera, de poner en duda la imparcialidad personal de quienes integren la Corte, la ausencia de imparcialidad es producto del sistema mismo. La forma en la que se ha operado la elección crea ya una vinculación orgánica y de pertenencia a un movimiento político que genera un mandato de fidelidad.
No se ha elegido a juzgadores sino a correas de transmisión.
Cualquier separación relevante que se tenga de la “línea” y de los objetivos fundamentales que los altos mandos del movimiento (o el partido) definan como los “correctos”, será interpretada como “traición”. Ese mismo calificativo que se ha dicho de la ministra Ríos Farjat y González Alcántara (quienes se tomaron en serio su función de juzgadores).
La nueva judicatura nace sin la legitimación del electorado. Por el contrario, nace como un instrumento de dominación.
Nace en el desaire, en la soledad de las urnas, sólo con el insuficiente ropaje del poder, casi desnuda.
