VIOLENCIA

De la insurgencia a la incertidumbre: juventudes mexicanas frente a medio siglo de violencia

Hoy, frente a un sistema que parece normalizar la desaparición y el exterminio, la pregunta inevitable es: ¿cómo responde la juventud de nuestro tiempo? | Rafael Laloth Jiménez*

Escrito en OPINIÓN el

Durante el mes de marzo de 2025, la noticia sobre el hallazgo de un centro de reclutamiento, confinamiento, adiestramiento y exterminio en el Rancho Izaguirre, en el municipio de Teuchitlán, Jalisco, generó una ola de indignación, incertidumbre y terror entre la sociedad mexicana. El descubrimiento de un horno clandestino en su interior, utilizado presuntamente para incinerar cuerpos humanos, reveló el grado de barbarie al que ha escalado la violencia criminal en el país. El caso volvió a poner en evidencia la profundidad de la crisis forense, la impunidad estructural y la incapacidad o complicidad de las autoridades. Las víctimas revelan una continuidad preocupante: la violencia sistémica persiste y los sectores más vulnerables del tejido social siguen estando entre los más afectados.

Esta tragedia reciente no es una excepción: es parte de una continuidad que atraviesa décadas. Una violencia que ha mutado en sus formas, fines y actores, pero que sigue ensañándose en la sociedad mexicana. Sin duda, uno de los sectores más afectados es la juventud. En los años sesenta y setenta, ante la represión estatal, muchos jóvenes respondieron a través de formas de organización política radical, incluso armada. Hoy, frente a un sistema que parece normalizar la desaparición y el exterminio, la pregunta inevitable es: ¿Cómo responde la juventud de nuestro tiempo? ¿Qué formas de resistencia, organización o ruptura son posibles ante esta violencia persistente?

Durante la década de 1960, emergieron en México numerosas organizaciones juveniles que exigían una transformación profunda del orden político: mayores libertades democráticas, respeto a los derechos civiles, fin del autoritarismo y autonomía para las universidades. Aunque actuaban dentro de los márgenes legales, estas disidencias no fueron toleradas por el Estado. La respuesta fue una represión sistemática, de la cual las masacres de Tlatelolco, el 2 de octubre de 1968, y la del Jueves de Corpus, el 10 de junio de 1971, constituyen dos ejemplos significativos dentro de un amplio repertorio de la violencia de Estado. Todos estos episodios delinearon de forma sangrienta los límites reales de la disidencia permitida.


Frente a la violencia institucional, muchos jóvenes comenzaron a replantear las vías de lucha. Algunos concluyeron que la protesta pacífica ya no bastaba. Fue entonces cuando surgieron organizaciones armadas que, como la Liga Comunista 23 de Septiembre, intentaron disputar el poder por la vía insurreccional. Su apuesta: responder a la violencia del Estado con violencia política, no como un fin en sí mismo, sino como un medio para transformar una realidad que les parecía completamente cerrada. El resultado fue la derrota. El Estado desplegó un aparato represivo brutal que aniquiló a estos grupos, dejando un número incierto de muertos y desaparecidos, así como una sociedad aún más cerrada a la disidencia.

Medio siglo después, México sigue siendo un país profundamente violento. Pero el rostro de esa violencia ha cambiado. Ya no se trata únicamente de la violencia de Estado. Ahora se superpone otra forma de terror: la del narcotráfico y el crimen organizado. Hoy, las fronteras entre la violencia estatal y la violencia criminal se diluyen. En muchos casos, se cruzan, se solapan o incluso se confunden. La violencia no se ha ido: se ha multiplicado.

Y, como entonces, los jóvenes siguen siendo las principales víctimas. Viven en comunidades sitiadas por el narco, en territorios militarizados, en barrios donde la única alternativa a la marginación parece ser enrolarse en grupos criminales. Pero hay una diferencia. Hace medio siglo ante la represión estatal sectores juveniles respondieron con armas. Hoy, esa respuesta no ha llegado, o no de la misma forma. ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado? ¿Será que el miedo paraliza más hoy que antes? ¿Que el sistema ha aprendido a canalizar la disidencia sin necesidad de eliminarla de manera tan visible? ¿O que el terror actual –más difuso y más cotidiano– ya no deja espacio para imaginar siquiera un horizonte político más allá de la mera sobrevivencia?

Quizá una de las victorias más duraderas del Estado mexicano no fue solo aniquilar a la guerrilla, sino despolitizar la violencia. Convertirla en algo estrictamente criminal, sin causa, sin historia, sin sentido. Una violencia que se condena, sí, pero que no se explica. Y, sin embargo, bajo esa capa de silencios, la pregunta sigue latiendo: ¿Qué haría hoy un joven que lo ha perdido todo, que no espera nada, que solo ve muerte a su alrededor? ¿Cuánto tiempo más se puede vivir sin futuro antes de que la rabia busque, otra vez, una forma de politizarse por distintos medios, incluso por las armas?

Rafael Laloth Jiménez*
Es Doctorando en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. Maestro en Educación por la Universidad Pedagógica Veracruzana y Licenciado en Historia por la Universidad Veracruzana. Sus líneas de investigación se centran en la historia política, con énfasis en conflictos armados y la violencia política en México, así como en el estudio de la violencia escolar en contextos vulnerados por el narcotráfico.

 

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