NIÑOS EN SITUACIÓN DE CALLE

Cobardía social

La definición burocrática "niños en situación de calle", no alcanza a nombrar su desamparo, duermen entre cartones, huelen a gasolina quemada y solvente, esquivan las manos de quienes los explotan. | José Luis Castillejos

Escrito en OPINIÓN el

En cada ciudad hay un rincón donde los niños no juegan. No hay columpios ni bicicletas, tampoco cuentos ni abrazos. Hay asfalto caliente, banquetas rotas y semáforos que cronometran su subsistencia. Ahí están, a la vista de todos, pero fuera del registro nacional, fuera del presupuesto, fuera del porvenir.

La mayoría ni siquiera tiene un acta de nacimiento. Los llaman "niños en situación de calle", pero esa definición burocrática no alcanza a nombrar su desamparo. Duermen entre cartones, huelen a gasolina quemada y solvente, esquivan las manos de quienes los explotan. Algunos se disfrazan de payasos para hacer reír a los automovilistas; otros se cuelgan del metro como quien se cuelga de la vida.

El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia estima que, en México, hay millones de niños que han sido empujados fuera de su hogar. El INEGI no puede precisar cuántos están en las calles, pero organizaciones civiles calculan que podrían superar los 100?000. En la Ciudad de México, se hablaba hace años de al menos 13?000. El dato duele porque no cambia: se repite con el cinismo de la costumbre.

Frente a esto, los DIF —federal, estatales y municipales— mantienen programas asistenciales, entregan despensas, operan albergues. Pero su efecto es marginal y desigual. Hay estados donde el DIF apenas funciona como oficina de relaciones públicas; en otros, se esmeran pero no alcanzan. El presupuesto nunca es suficiente cuando el abandono es estructural. El problema no es solo la calle: es la indiferencia que lo permite.

¿Por qué no somos capaces de mirarlos más allá del parabrisas? ¿Por qué no reparamos en los cuerpos pequeños que se trepan al tráfico para bailar y mendigar una moneda? ¿Por qué nos hemos resignado a verlos como parte del paisaje urbano, como si fueran parte de una escenografía trágica?

La respuesta está en nuestra cobardía social. Es más fácil desviar la mirada que aceptar que un niño huele thinner para calmar el hambre. Es más cómodo decir que “así es la vida” que exigir una política pública que no sea un simple taller de corte y confección. Hay que dejar de confundir asistencia con justicia.

Darles un futuro no es caridad; es deber. Es reinsertarlos en la escuela, acompañarlos con psicólogos, encontrar a sus familias cuando sea posible, y crear nuevas cuando no. Es exigir al Estado que garantice derechos y no discursos. Es construir refugios, pero también caminos. Porque un niño no debe vivir del aplauso en la banqueta, sino del abrazo en casa.

Los niños no deberían disfrazarse de artistas para no morirse de hambre. Deberían estar en la escuela, con libros, lápices y recreo. Deberían tener zapatos, no costras en los pies. Y sobre todo, deberían tener una infancia. No la nuestra, no una ideal, sino una propia, digna, vivible.

Si la sociedad no los incluye, los perpetúa. Y si el gobierno no los protege, los traiciona. Nos toca decidir si seguimos siendo cómplices o nos atrevemos a mirar, a actuar, a reparar.

Porque cada niño en la calle es un fracaso colectivo. Y cada día que pasa sin hacer nada, también.

 

José Luis Castillejos

@JLCastillejos