La Escuela Secundaria Técnica Industrial (ETI) 85 de Culiacán tiene por lema: “El deporte, el estudio y el trabajo son la meta que hemos de seguir”. Pero desde mediados de 2024, la meta se complicó. El 28 de septiembre del año pasado, miembros de la Asociación de Padres de Familia acudieron a la Secretaría de Educación Pública y Cultura para exigir clases virtuales. La petición, con 500 firmas, reflejaba la preocupación que la creciente ola de violencia tomara por asalto a estudiantes inocentes. No sería la primera vez.
Semanas atrás, la fractura del Cártel de Sinaloa detonó hechos violentos en la capital sinaloense. Universidades, escuelas públicas y privadas, y la misma Secretaría suspendieron clases presenciales en la segunda semana de septiembre. Para cuando los padres fueron a la dependencia, la modalidad presencial había regresado, más la inseguridad seguía ahí.
Un mes después, el 24 de octubre, dos estudiantes de la Universidad Autónoma de Sinaloa serían asesinados tras una persecución por dos motociclistas. Presuntamente, buscaban despojarlos de su vehículo y, ante la negativa, fueron ultimados a balazos. Se llamaban Jason y Yukhie, tenían 20 y 22 años de edad. Otra persona moriría por una bala perdida.
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Ha pasado menos de un año desde que la violencia se apoderó de Culiacán. Lo que inició como una disputa entre facciones, hoy se presenta como tierra de nadie. Si hasta hace unos años la base social del narcotráfico pasaba por respetar la integridad de los civiles y tener control sobre la seguridad común, esos hilos hoy se han deshilachado.
Según el periódico Noroeste, de septiembre a mayo Sinaloa acumula mil 355 homicidios dolosos (5.2 diarios), mil 480 personas privadas de la libertad (5.7) y 5 mil 82 vehículos robados (19.5). Apenas en 2022, inclusive después del Culiacanazo, Culiacán se consideraba entre las ciudades más seguras de México, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana del INEGI, con un 49% de percepción de inseguridad. Actualmente es de 89.7%, la segunda peor del país.
Tras estar dos meses en Culiacán, en momentos distintos desde que inició la violencia, es perceptible cuánto ha cambiado la ciudad y las dinámicas de su gente. Los culichis le llaman narcopandemia, pues salir a las calles implica hacerlo con miedo. Miedo a que a ti, a tus seres queridos, amigos o conocidos, les pueda pasar algo.
Antes el temor era recibir un estornudo, ahora atemorizan las balas perdidas, los robacoches, los levantamientos exprés, los asaltantes de negocios y casas, o los reclutadores del crimen. En los últimos nueve meses, las redes sociales se tapizan a diario con imágenes de personas desaparecidas, personas asesinadas cuyos cuerpos yacen debajo de un puente, al lado de la carretera, o descompuestos en las aguas del río Humaya.
Ciertamente la ciudad no se detiene: la gente sale a trabajar, estudiar, comprar víveres o divertirse. Solo que ahora lo hacen con rutinas nuevas, como reportarse constantemente en el celular, o avisar a familiares cuando uno llega a su destino. Tardar en responder una llamada de la familia, o no hacerlo, despierta ansiedades e imaginaciones catastróficas.
Entre los cambios más significativos está la manera en que la gente se informa. A los culichis ya no les alcanza con lo que los medios o el gobierno reportan. Su lugar ha sido tomado por canales de WhatsApp que reportan en tiempo real con videos y fotos de gente común sobre los eventos de alto impacto: encontraron a un muerto por aquí, se escucharon detonaciones por acá, cuidado con andar por tal o cual zona. Antes de salir a las calles es obligado revisar si hay alguna zona caliente.
Circular por Culiacán es hacerlo con cuidado. Si se anda en coche, entre más viejo y mugroso, mejor. No son ya los coches de lujo o los 4x4 lo que buscan apañarse los delincuentes, cualquiera es útil para realizar fechorías o traficar su venta. Al cuadro urbano han entrado nuevos elementos: casas marcadas por los balazos, plazas y negocios abandonados, y un gran número de militares con sofisticado armamento.
Algunos restaurantes mantienen sus clientelas, otros han cerrado sus puertas definitivamente: desde los locales hasta los extranjeros como el Ah Plebes. Peor ha sido para los lugares nocturnos pues, en cuanto cae la noche, las calles de la ciudad se vacían. Ahora es común ver a grupos musicales que antes trabajaban en esos lugares, tocando durante el día en alguna calzada de la ciudad pidiendo cooperación.
Como andar por las calles después de las 9 pm es arriesgarse de oquis, muchos han cambiado también los antros y los bares por pijamadas caseras para echar trago, las tardeadas regresaron y pistear cerveza con amigos sobre la banqueta de las casas está en un olvido temporal.
Muchas otras cosas han cambiado. Quienes han querido y podido se han ido a otros lugares. Pero la gran mayoría sigue ahí, en esa ciudad que representa su vida, su historia y su futuro. Hay intentos sociales por superar el miedo y tratar de vivir en paz. Sin embargo, cada semana parece más violenta que la anterior, y no es claro cuándo mejorará el escenario. Quizás la calma regrese, pero podrían pasar meses o años todavía.
Mientras tanto, sigue resonando aquel reclamo que los padres de la ETI 85 hicieron allá en septiembre pasado por la narcopandemia: “no nos interesa la calificación, queremos que estén seguros”.
