La reforma judicial impulsada desde el oficialismo tiene una propuesta clara, aunque disfrazada: someter el Poder Judicial al poder político. Con el argumento de que “el pueblo debe elegir a los jueces”, se pretende desmantelar la carrera judicial, eliminar filtros técnicos y abrir la puerta a una democracia de pasarela, donde la imagen, la lealtad y el patrocinio valen más que el conocimiento de la ley.
La promesa suena democrática, pero es todo lo contrario. Que el pueblo decida, que no haya impunidad, que se acaben los jueces corruptos: suena bien. Pero esta reforma no soluciona los problemas del sistema judicial, los profundiza. Votar el próximo domingo no será un acto republicano, sino un acto ideológico o, al menos, de fe.
¿Qué se nos está ofreciendo? Una elección donde la información que puede obtener y procesar la ciudadanía es mínima, sin indicadores objetivos, sin posibilidad real de contrastar perfiles, sin defensa frente a la operación política. No hay filtros formales. Apenas algunas denuncias han expuesto presuntos vínculos con la delincuencia organizada, sin que exista un mecanismo confiable para excluir al crimen del proceso.
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El resultado es previsible: ganarán los más conocidos, los que sonrían mejor, los que tengan más dinero o más cercanía con el partido en el poder. No necesariamente los más capaces. Peor aún: jueces que han construido una carrera con independencia, integridad y especialización serán sustituidos por rostros obedientes al clima político del momento, bajo la sombra amenazante de un Tribunal de Disciplina Judicial que bien podría convertirse en una Santa Inquisición contemporánea.
¿Queremos en verdad jueces que deban su cargo a las urnas, a los partidos o al dinero de campaña? ¿Quién evaluará su desempeño jurídico y no político? ¿Qué incentivos tendrán para resistir presiones si su permanencia dependerá del aplauso fácil y no del cumplimiento riguroso de la ley?
La justicia no puede convertirse en un concurso de popularidad. En ningún país democrático serio lo es. El Poder Judicial debe ser, por diseño, la antítesis del poder político: un poder que incomoda, que resiste, que dice no cuando debe decir no, aunque todos esperen un sí.
Esta reforma no corrige las imperfecciones: borra de tajo lo construido y reemplaza lo técnico con lo clientelar. Tal vez el sistema judicial que se está desmontando no era perfecto, pero por mucho es preferible a lo que viene después del domingo.
Por eso, no debemos quitar el dedo del renglón: México sigue necesitando una reforma profunda al sistema de justicia. Una que vaya más allá del Poder Judicial y empiece por las fiscalías, por sus procedimientos, por cómo se integran las averiguaciones previas, incluso por la revisión de leyes secundarias para reducir los márgenes de interpretación discrecional del juez. Y, por supuesto, una que reconozca que el Poder Judicial sí puede y debe poner límites al Poder Ejecutivo, como ocurrió a lo largo del sexenio anterior, pese a las diatribas presidenciales. Hubo decisiones estratégicas —como el Tren Maya o la cancelación del aeropuerto de Texcoco— que se ejecutaron al margen de la legalidad y al amparo del capricho.
Asimismo, debemos construir mecanismos para que los ministros de la Suprema Corte, los magistrados electorales y los consejeros de los institutos electorales sean designados por procesos ajenos al sesgo de quienes ostentan la mayoría. Ni cuotas políticas, como fue antes de 2018, ni títeres, como lo son ahora.
Esto exige filtros técnicos estrictos, no simulaciones vergonzosas como las que facilitaron la llegada Guadalupe Taddei y el intento de que fuera Bertha Alcalde la presidenta del Instituto Nacional Electoral. Pero también puede incluir elementos aleatorios —una vez superados esos filtros rigurosos— para blindar la selección contra la partidización y el control oligárquico.
Y sobre la elección del próximo domingo, en la que se anticipa una baja participación, solo quiero decir esto: votar, no votar o anular son expresiones políticas legítimas. Muchos mexicanos no respaldamos esta elección. En mi caso, anularé mis boletas de forma provocadora, con una ligera variación al título de esta colaboración: es soez la Reforma Judicial.
