AUTORITARISMO

Gobiernos autoritarios del siglo XXI

Los nuevos autócratas no necesitan dar golpes de Estado; modifican constituciones, capturan órganos judiciales, criminalizan la protesta o persiguen opositores, todo, aparentemente, dentro de un marco de legalidad. | Daniel Gutiérrez

Escrito en OPINIÓN el

En el escenario mundial contemporáneo, persiste el auge de gobiernos autoritarios que, paradójicamente, acceden al poder por la vía democrática. Por mencionar algunos; Hungría, Polonia, El Salvador, Nicaragua, Turquía, Rusia y, en otros matices, incluso Estados Unidos y Brasil en ciertos periodos recientes, representan una creciente tendencia hacia lo que Fareed Zakaria denominó “democracias iliberales”. Regímenes que conservan la fachada institucional de la democracia a través de elecciones, que cuentan con congresos y tribunales “independientes” pero vacían de contenido los principios fundamentales del Estado de Derecho, los derechos humanos y el pluralismo político.

Partamos de la idea de que la democracia no es solo el sufragio activo o pasivo, es también el respeto a las reglas del juego, a la separación de poderes, a los derechos individuales y colectivos, a la prensa libre y a la participación de la sociedad civil. Sin estos elementos, las elecciones se convierten en simples rituales de legitimación del poder. Es aquí donde emerge el concepto de “autoritarismo legal”, desarrollado por académicos como Tom Ginsburg y Tamir Moustafa: el uso estratégico de normas, tribunales y mecanismos formales para concentrar poder y restringir libertades.

Los nuevos autócratas no necesitan dar golpes de Estado; modifican constituciones, capturan órganos judiciales, criminalizan la protesta o usan el aparato penal para perseguir opositores, todo, aparentemente, dentro de un marco de legalidad. Esta legalidad aparente es en realidad una perversión del Estado de derecho. Cuando las leyes se vuelven herramientas de opresión y no de garantía, el sistema ha dejado de ser democrático, aunque siga conservando su nombre.

Desde la perspectiva del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, estos regímenes violan obligaciones asumidas por los Estados en tratados como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) o la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH). Siendo algunos de ellos el de la libertad de expresión (art. 13 CADH), la participación política (art. 23 CADH), la libertad de asociación y reunión (arts. 15 y 16 PIDCP) y el acceso a la justicia (art. 8 CADH), que son derechos que no pueden ser reducidos arbitrariamente, ni siquiera por decisiones legislativas o por el pretexto de una mayoría popular.

Casos como el de Nicaragua, donde se cancelan los registros de partidos políticos y se encarcela a opositores, o el de El Salvador, donde la reelección presidencial se impuso por interpretación judicial y se militarizó el sistema penal, ejemplifican estas graves regresiones. Por un lado y en cuanto a las restricciones de derechos, la Corte Interamericana ha sido enfática al respecto: los derechos políticos son el pilar esencial del sistema democrático y no pueden ser suspendidos sin causa legítima.

Por otra parte, en su Opinión Consultiva OC-28/21, la Corte reiteró que la reelección presidencial indefinida no es un derecho humano, sino una forma de erosión del principio de alternancia y pluralismo, pilares de la democracia, que, si concatenamos a lo dicho por nuestra Sala Superior, lo cierto es que la reelección compone un derecho primigenio de la ciudadanía a calificar el mandato de un servidor público y poder elegirlo de nueva cuenta por su desempeño.

Dicho esto, ¿por qué retrocedemos? Los factores son múltiples: desconfianza ciudadana, desinterés y desinformación ciudadana, corrupción institucional, desigualdad persistente y un creciente sentimiento de que las democracias no han cumplido sus promesas. Ahí es donde el populismo autoritario se alimenta del hartazgo del sistema democrático fallido, ofreciendo respuestas simples a problemas complejos. Pero esas respuestas suelen ser incompatibles con los derechos humanos.

Lo peligroso es que, en muchos casos, estas regresiones gozan de apoyo popular. Debemos tener especial cuidado, la erosión de un sistema democrático no siempre es violenta, a veces está legalizada, como dijo Eugenio Zaffaroni, “la gente vota por su verdugo cuando cree que castigará al otro”. Así, se justifica el punitivismo, la censura, la discriminación y el odio como expresiones de voluntad soberana. Pero el derecho internacional fue creado, precisamente, para limitar el poder, incluso el que tiene respaldo mayoritario.

Ante este panorama, el derecho no puede ser neutral. No puede ser “legalista” sin ser garantista. Las instituciones internacionales tienen el deber de actuar. La OEA, la ONU, la Corte Interamericana, la CPI, los relatores especiales, y los órganos nacionales deben dejar la tibieza diplomática para actuar con firmeza ante los retrocesos. Esto no implica una injerencia indebida, sino el cumplimiento de un orden jurídico internacional basado en la dignidad humana.

Resulta también indispensable fortalecer los mecanismos de rendición de cuentas, proteger a la prensa, asegurar la independencia judicial y fomentar la educación en derechos humanos no solo a las autoridades, sino también a la población. Una democracia sin ciudadanía crítica es frágil; una sin jueces independientes, está condenada.

La historia nos ha enseñado que el derecho puede ser un instrumento de dominación, pero también de resistencia. La Alemania nazi dictó sus leyes. El apartheid sudafricano era legal. Pero ninguna de esas normas fue justa. Hoy, cuando los autoritarismos se camuflan bajo capas de legalidad, el derecho internacional de los derechos humanos puede ser nuestro último respaldo.

No basta con elecciones, ni con discursos sobre la soberanía. La verdadera democracia es aquella capaz de limitar el poder, garantizar la diversidad y proteger los pesos y contrapesos. Si el derecho no cumple con esa función, habrá perdido su razón de ser. En México, ¿cómo vamos?

 

Daniel Gutiérrez

@SDANIELGTZ