VIOLENCIA CONTRA NIÑAS Y ADOLESCENTES

La violencia contra niñas y adolescentes como crimen institucional

Cuando una mujer, niña o adolescente que ha sido abusada debe enfrentarse a un sistema que la juzga, la revictimiza y la desprotege, estamos frente a un crimen institucional. | Graciela Rock

Escrito en OPINIÓN el

La justicia llega tarde o no llega, cuando una mujer, niña o adolescente que ha sido abusada debe enfrentarse a un sistema que la juzga, la revictimiza y la desprotege, estamos frente a un crimen institucional. No solo hablamos del delito cometido por un agresor, sino de una cadena de omisiones que van desde el primer servidor público que falla en el mandato de cuidado a las infancias, el que minimiza la denuncia, hasta la fiscalía que no investiga y los sistemas de protección que callan o colapsan.

El año pasado, el caso de Gisèle Pélicot fue estremecedor. Su esposo, durante años, la drogó y permitió que más de cincuenta hombres la violaran mientras ella estaba inconsciente. Sucedió en Francia, las fallas son universales: señales ignoradas, una red de complicidades y un sistema que exige silencio. Aunque los agresores fueron condenados, el daño fue devastador. Gisèle lo dijo con claridad: “Me sacrificaron en el altar del vicio”. Lo que también dijo, entre líneas quizá, es que también la sacrificaron los silencios institucionales, los pactos de masculinidad, la negligencia médica. 

Hace unos días en Barcelona salió a la luz una red de pederastia que operaba alrededor del sistema de tutela estatal para menores. Una niña de 12 años, y al menos veinticinco niñas, niños y adolescentes bajo custodia del Estado, fueron abusadas sistemáticamente, durante años por hombres adultos que compartían imágenes en línea. Los responsables de los centros de menores tardaron en detectar el patrón, los protocolos de protección fallaron. ¿Cuántas más fueron víctimas antes de que se levantaran las alarmas?

Estas historias no son exclusivas de Europa. En México, el horror es cotidiano y, peor aún, normalizado.

En los últimos años, hemos documentado con precisión cómo el Estado mexicano falla sistemáticamente en proteger a mujeres, niñas y adolescentes. No es por falta de leyes —tenemos, la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia desde 2007, la Ley Olimpia, la Ley Ingrid, Malena, el feminicidio está tipificado—, sino por su omisión, por su desinterés, por la incapacidad para traducirlas en acciones reales, tangibles y urgentes.

La Red Nacional de Refugios ha advertido en múltiples ocasiones que las instancias encargadas de garantizar la seguridad de mujeres y niñas son víctimas del desdén presupuestal, de los trámites burocráticos eternos y de funcionarios sin perspectiva de género ni voluntad política.

En muchos casos, las denuncias de feminicidio infantil y abuso sexual infantil terminan archivadas o enfrentan un viacrucis legal. En el caso de abusos, las menores son sometidas a múltiples entrevistas, sin cuidado, sin preparación especializada, reviviendo una y otra vez la violencia sufrida. A menudo, se les cuestiona su credibilidad, se las responsabiliza y, peor aún, se les obliga a convivir con familiares agresores. ¿Qué clase de justicia es esa?

La falta de protocolos claros y estandarizados es crítica. Cada estado actúa con sus propias reglas, sin coordinación nacional, sin bases de datos unificadas, sin trazabilidad de las denuncias. La Cadera de Eva ha reportado cómo incluso en ciudades con Alerta de Violencia de Género activa, las niñas siguen desapareciendo y siendo asesinadas sin que las autoridades activen mecanismos eficaces.

Tampoco hay seguimiento adecuado para niñas institucionalizadas. ¿Quién vela por ellas? ¿Quién audita a los centros de acogida? ¿Quién garantiza que no estén expuestas, como en Barcelona, a redes criminales que se aprovechan de su vulnerabilidad?

La impunidad refuerza el ciclo. Según datos recientes del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, la violencia sexual contra menores no ha disminuido. Al contrario: las cifras siguen creciendo. Pero lo más alarmante es que, en un país con miles de carpetas abiertas por violación, solo un puñado termina en condena. El mensaje es claro: agredir niñas en México no tiene castigo.

En muchos niveles de gobierno, el enfoque sigue siendo cosmético. Campañas de concientización que no llegan a las comunidades más vulnerables, talleres simbólicos, declaraciones vacías. Todo eso mientras en los barrios, escuelas y hogares, las niñas siguen siendo violentadas sin que nadie las escuche.

No se trata solo de más recursos —aunque sí se necesitan—, sino de una transformación profunda en la forma en que concebimos la protección de las infancias. Necesitamos instituciones con perspectiva de género, operadores de justicia capacitados, redes comunitarias de apoyo, protocolos de acción inmediata y, sobre todo, una voluntad real de erradicar la violencia estructural que recae sobre los cuerpos de niñas y adolescentes.

No basta con indignarse cada que una historia como la de Gisèle o la red de Barcelona sacude las redes. Hay que mirar hacia adentro, hacia nuestras fiscalías, nuestras instituciones, nuestros ministerios públicos. ¿Están haciendo su trabajo? ¿O también aquí hay complicidad por omisión?

Porque cuando el Estado falla en proteger a quienes más lo necesitan, se convierte en parte del crimen. Y entonces, ninguna condena es suficiente, ninguna disculpa es reparadora.

Graciela Rock

@gracielarockm