Me atraparon los días Nahui. De golpe, cada tanto, irrumpe en mi vida una mujer del pasado y me obsesiono. Algunas de ellas regresan de manera recurrente. Comenzaron esos días con la relectura de la excelente biografía de la escritora y periodista cultural Adriana Malvido: “Nahui Ollin”. Busco pinturas. Intento ubicarlas en el tiempo. Busco fotos, textos. ¿Qué escribía Nahui de sí misma? ¿Quién dijo qué de Nahui? Esa rebeldía, esa escritura, esa inteligencia, esa belleza espectacular. Me perdí la oportunidad de pasear por la primera exposición de su obra “Nahui Olin, una mujer de los tiempos modernos” que se realizó en 1992 en la Casa Estudio Diego Rivera (curada por Tomás Zurián y Blanca Garduño), más de cuarenta años después de que Nahui fuera cayendo en el olvido. Leo la biografía novelada que escribió Valeria Matos: “Nahui. La loca perfecta”. La que escribió Sandra Frid: “La mujer que nació tres veces”. No te vamos a olvidar, ayudanta del sol. Ya verás.
En 1934 perdió a su último amor, el capitán Eugenio Agacino. A principios de los años cuarenta se retiró del mundo. Se aisló puertas adentro (en la casa legado de su padre en Tacubaya) con sus memorias, sus pinturas y sus gatos. Casi treinta años después de aquella exposición histórica, el MUNAL realizó otra exposición inolvidable: “Nahui Olin. La mirada infinita” (concepto: Tomás Zurián, curaduría de Mariano Meza). ¿Qué sabíamos de ella antes de 1992? Muy poco, Nahui había sido convertida en una especie de leyenda urbana, sobre algunas realidades de su vida se tejían cantidades de invenciones. Una mujer ya mayor, con los cabellos rizados y ojos inmensos y verdes, paseaba muy maquillada y con su ropa extravagante por el centro de la Ciudad de México. Conversaba con los gatos que alimentaba en La Alameda.
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Dicen que vendía las fotos de sus desnudos tomadas por Antonio Garduño. Se dicen tantas cosas. Durante su primer matrimonio con Manuel Rodríguez Lozano perdió a su hijo. No sabemos nada de la profundidad de este dolor. Solo que el pintor la culpaba de esta muerte de cuna. La habrá culpado de tantas cosas para encubrir la verdad: su amor y su deseo no podían fluir hacia una mujer, por más necesario que le fuera cumplir con los mandatos culturales. Nahui lo supo. ¿Cómo no saberlo con el corazón y con la piel? Perdió a un hijo, perdió aquella remota ilusión amorosa. Manuel, se enamoró del pintor Abraham Ángel y se mudó a vivir con él. Nahui en una fiesta deslumbró al pintor Gerardo Murillo, que se hacía llamar Dr. Atl.
Aquella pasión devorante en el espacio de la azotea del ex Convento de la Merced, miren la foto del interior, me dejó atónita: la cama era un tablón de madera. Trabajaban juntos. Los unía la sensualidad, el arte, una manera ávida de entender la vida. Hacían el amor y ella inmediatamente se sentaba a escribirle una carta. Más de 200 cartas. No bastaba con vivirlo, el desbordamiento también había que escribirlo. Dicen que fueron los celos de Nahui los que llevaron a la relación a estallidos que la imposibilitaron. No se habla mucho de los celos del Dr. Atl, ni de sus exabruptos. No es sorprendente. Cuando de excesos se trata, hemos vivido siglos de esa tendencia repetida a colocarlos del lado femenino. No es que Nahui fuera una perita en dulce, es que es probable que esa –irrealizable– demanda de absoluto fuera mutua.
Nahui había retado con todo a las buenas conciencias, ella, la hija de un general porfiriano. Después del Dr. Atl se fue a vivir sola. Dicen que le gustaban los hombres jóvenes y las pasiones fugaces. Hasta que se enamoró -durante un viaje- del capitán del barco: Eugenio Agacino. Agacino murió muy pronto. Otra pérdida inmensa. Algo se quebró en Nahui. Eso a lo que una llama: “irreparable”. ¿La confianza en la vida? ¿la esperanza? Cuenta Germán List que la encontró en Veracruz, sentada en una banquita frente al mar esperando a su amado. Quiso ayudarla y lo ignoró. List le avisó al poeta Carlos Pellicer que fue hacia ella y la convenció de regresar a la Ciudad de México. Mis pinturas preferidas de Nahui: baila, se abraza, flota con Agacino. En los lienzos, él es muy grande y ella pequeña. Un protector, un hombre que la abarque y la contenga. Así como de niña miraba a su padre.
En su vejez, Nahui vivía en una pequeña pensión del Instituto Nacional de Bellas Artes y se cubría con una colcha hecha de las pieles de sus gatitos que les retiraba cuando morían, para coserlas unas con otras y mantenerlos pegados a su cuerpo. También, según contó a distintas personas, tenía la misión de supervisar al sol para que no se extraviara en su trayectoria. Esta empresa complicada, pero que ella dominaba con pasión y con gracia, me hizo recordar al poema de Pellicer en donde se describe como “el ayudante de campo del sol”. Homero Aridjis escribió (citado por Adriana Malvido), cómo se la encontró en la Alameda moviendo la cabeza lentamente de un lado para otro.
Cuando le preguntó qué hacía ella le explicó: estaba guiando al sol. Desde el amanecer. Hasta que puntualmente lo metía para permitir la llegada de la noche. Le quitó la chamba a Pellicer. Aún queda mucho por saber de Nahui Ollin, es probable que existan fotos, archivos, pinturas, cartas por recuperar. Tomás Zurián y Adriana Malvido desde que la descubrieron, no le han soltado la mano. En sus últimos años Nahui les decía a sus personas cercanas: “Se van a dar cuenta con el tiempo de que sí soy una artista”.
