DOLOR

El dolor es un animal de tormentas

Aceptar la dimensión de los hechos, sus contenidos, es demasiado doloroso. | María Teresa Priego

Escrito en OPINIÓN el

Alrededor todo está en calma. La vida ha dado un vuelco y nada cambia. Despertar cada día. Desayunar, pasear a la perrita que se emociona -cada vez- como ante la gran oportunidad de su vida. Hay que trabajar. “Ser capaz de trabajar y de amar”, escribió Freud, como los caminos hacia una salud emocional que suele ser más bien relativa. Concentrarse hasta que la urgencia de “hacer” doblegue a la distracción, a la angustia. Al dolor. A esas memorias con las que una se tropieza como quien camina entre escombros. “¿Cómo estás?” preguntamos, nos preguntan. “Bien”, nos responden, respondemos. En ocasiones hasta nos movemos en los excesos casi galantes: “muy bien”. El “muy” es la más loca pretensión del disimulo. En una de esas, si una simula, se la cree. Por lo menos por un rato. 

Sostenerse entre el dolor y la sorpresa más que tardía. Hablemos de la traición. Las hay de tan distintas dimensiones. Hablemos de cuando una intensa traición en la edad adulta nos regresa de golpe a otras traiciones: las de los orígenes. Una no elige las primeras traiciones, le suceden. Lo imperdonable llega, cuando se tiene que aceptar que sí eligió las que vinieron después. Sin darse cuenta. Como si hubiera estado hecha para ese maltrato que de tan conocido le fue irreconocible. Hasta que la crueldad estalló imparable y descarada. Del umbral hacia adentro. El foquito de alarma no funcionó, carecía de las pilas indispensables: el amor y el respeto de los inicios. No fue solo una mala elección, fue una repetición. Que furia contra una misma: la repetición. 

La personalidad de quienes violentan abunda en los puntos en común: ese narcisismo ciego, esa imposibilidad de escuchar, ese colocarse en una situación de poder de la que se abusa. Esa certeza de una superioridad que no tiene nada que cuestionarse y desde la cual se puede pedir casi todo, sin apenas dar a cambio. Porque quien violenta se lo merece todo. Así nada más. Porque existe. No hay traición sin mentiras. Montañas de mentiras. La realidad se acomoda a conveniencia, la realidad constatable no existe. Solo discursos camaleónicos, volátiles, cambiantes según quien está para escuchar. El/la verdugo, se encarna en víctima. La víctima que se supone triunfante. Hasta lo logra, dado que el trámite moral no se le da. No es lo suyo. 

Para que alguien te traicione, es necesario confiar. He allí el horror. La traición se nutre de la confianza que se otorga. Y todo pareciera acomodarse y el tiempo -afortunadamente- pasa, hasta que la violencia de los orígenes regresa como una tormenta. Hasta que hay que mirar hacia atrás y aceptar que se confió una vez más. A pesar de la experiencia. Eso ya no podía sucederte. No eso. ¿El foco de alarma sigue sin funcionar? ¿acaso es posible aún después de haber aceptado el tránsito de la crueldad impuesta a la crueldad absurdamente elegida y haberlo analizado miles de veces? ¿No era ese el indispensable proceso libertario? “Nunca más la prótesis de alguien” ¿De qué está hecha la esperanza? De negación, muy probablemente. 

No sería grave de no ser por el tema de la repetición. Dicen que “repetir es intentar sanarse”, pero sabemos también que “repetir”, nunca ha sanado a nadie. ¿O no hemos terminado de saberlo? Este dolor. ¿Qué hacemos con él? Esta tormenta interior. Constatar que una/uno no imaginó nada. Esa locura. La de la crueldad. La de quien se venga en una/o de lo que le hicieron en otro lado. De quien se venga porque odia sus propios límites. Porque para ser “la mejor persona del mundo” necesita convertir a otra en “la peor persona del mundo”. No hay derecho esta vez, a la sorpresa. Es una realidad conocida y transitada. ¿O no?  Existen esos mundos en los que se puede patear la verdad. En los que se puede prescindir de los hechos más contundentes. Esos mundos en los que la confianza y el amor se convierten en una derrota moral, simplemente, porque hay para quien no fue nunca un punto a considerar. 

No nos extraviemos, no les cedamos la razón a los crueles: más allá de sus olimpos imaginarios, confiar sigue valiendo la pena. Esto también pasará. Ensayar cada día los gestos indispensables para la vida, hasta que la tormenta interior se calme. Hasta que no sintamos que nos ahoga todo lo que aún queda por decir. ¿Quién querría hacerlo? ¿A quién cree una/o que protege con su silencio? Quizá a una/o misma/o, en alguna parte. Dosificar. Reprimir un poco. Mirar hacia otro lado. Decir que fue menos vil de lo que fue. Aceptar la dimensión de los hechos, sus contenidos, es demasiado doloroso. Hasta que “el destino nos alcanza”. El dolor es un animal. Llega con la tormenta. Una fue víctima. Una fue cómplice. Ojalá, no repetir nunca más.

María Teresa Priego

@Marteresapriego