Los insultos del presidente Donald Trump a diversos líderes y grupos se normalizan de forma preocupante. No son novedad. Pero la frecuencia e intensidad con que los utiliza no deben pasar desapercibidos para quienes los reciben.
El mandatario estadounidense no fue el primero ni será el último en recurrir a esta manera inaceptable de comunicar en una democracia. Lo malo es que el recurso se ha expandido a tal grado que ya no importan los efectos en la sociedad ni en la reputación de los líderes.
A la par de los insultos, también se han incrementado las burlas, descalificaciones, denostaciones, mentiras, difamaciones y provocaciones. Todas estas expresiones alteran las normas básicas de convivencia entre quienes luchan por el poder y se convierten, al mismo tiempo, en malos ejemplos para la sociedad. El respeto, la amabilidad y cortesía están pasando a segundo término dentro de los argumentarios.
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Claro que se puede asegurar que la comunicación ha evolucionado. Que se está dejando atrás la hipocresía, los argumentos incomprensibles, confusos y cargados de ideología. Y que la asertividad, acompañada de argumentos sencillos y directos, es resultado de una evolución propia del nuevo ecosistema de comunicación.
Por si no lo leíste: Trump presiona a Sheinbaum para permitir una intervención militar: WSJ.
En el nuevo escenario político está cambiando el lenguaje, la forma de argumentar y las narrativas. La necesidad de llamar la atención ha llevado a modelos de teatralización más burdos y poco efectivos. El espectáculo se impone a la realidad. Pero a veces se convierte en un estruendo del razonamiento que deriva en un mensaje contraproducente.
Para sobresalir en la saturación informativa, los políticos han adaptado sus entonaciones, gestos, volúmenes y cadencia de sus discursos. Muchos de los entrenamientos mediáticos que están recibiendo abusan de la práctica de técnicas que provocan al adversario sin sentido estratégico y que generan dudas sobre sus conductas y profesionalismo.
Al lanzar sus insultos, poco les importan los daños colaterales. Tampoco les parecen dañinos para su reputación. Al pensar que la polarización y el conflicto sin sentido les ofrece ventajas de posicionamiento y popularidad, no miden las consecuencias que tienen sus acciones en las instituciones.
Si bien la presidenta Claudia Sheinbaum ha moderado la magnitud y alcance de las frases y adjetivos asociados con la violencia verbal, en ciertos temas mantiene el modelo polarizante. Cierto es que no hay problema porque las y los líderes necesitan de adversarios fuertes. Pero también lo es que en sus narrativas hay varias señales encontradas.
Los insultos, ataques y descalificaciones que ha hecho el presidente Donald Trump al país, a los migrantes y a la primera mandataria, no se compensan con los halagos que a veces le hace. Desde que el estadounidense llegó a la presidencia, los buenos comentarios siempre van acompañados de un insulto, descalificación, provocación o reproche.
En las estrategias de negociación se conoce este comportamiento como la técnica del “apapacho” y el “pellizco”. Los negociadores exitosos saben que el contraste es necesario. También están conscientes que es indispensable recurrir a los extremos para desconcertar, confundir o atemorizar.
El buen líder y el buen consultor conocen la importancia que tiene para la reputación la gestión eficaz de los conflictos y situaciones de crisis. Uno y otro aprendieron a no tenerle miedo a la confrontación. Sin embargo, no todos tienen la habilidad de responder con la eficacia necesaria para evitar la derrota o el daño reputacional.
Si los personajes se dejan llevar por la emoción, lo más natural es que los insultos sean respondidos con otros insultos. Hasta ahora, la presidenta Sheinbaum no ha caído en la mayoría de las provocaciones que se le han hecho dentro y fuera del país. La prudencia le ha dado buenos resultados y así lo reflejan las encuestas. Pero los riesgos que corre son cada día mayores.
Lo que ella y su equipo de trabajo deben tomar en cuenta es que la actitud del “ojo por ojo, diente por diente” sólo termina hundiendo la reputación de ambos bandos. La experiencia ha demostrado que es lo peor que se puede hacer porque degrada el nivel del debate y se convierte en una fórmula de “perder—perder”. Algo similar sucede con los insultos que se quedan sin respuesta.
Aún más: un efecto similar se obtiene cuando los argumentos de un mismo personaje son agresivos con unos y respetuosos con otros. Si la benevolencia es hacia personajes de mayor poder, muchos creen que lo que están proyectando es sumisión.
En contraste, si los mensajes son agresivos con los subordinados —o con quienes tienen menos poder— entonces podría parecer abuso o autoritarismo. En los equilibrios está la clave, pero es algo que se está trabajando muy poco en la creación de los mensajes, discursos y narrativas de los líderes actuales del gobierno, de Morena y los partidos aliados.
Recomendación editorial: Xavier Coller. La teatralización de la política en España: broncas, trifulcas, algaradas. Madrid, España: Los Libros de la Catarata, 2024.
