El lunes inmediato posterior a la Semana Mayor del Año 2025 de la Era Común falleció quien como papa fuera llamado Francisco I, Jorge Mario Bergoglio, cuyo pontificado lograra cambios más simbólicos que pragmáticos.
En la tradición cristiana primitiva, el primado de la Iglesia no surgió de un título imperial o de supremacía espiritual universal, sino del hecho de que el Obispo de Roma era considerado sucesor directo de San Pedro, por lo que el poder del papa no es "universal" en sentido abstracto, sino derivado de su sedentarismo petrino: quien ocupa la sede romana ocupa simbólicamente la continuidad apostólica. Francisco, al presentarse primero como Obispo de Roma más que como papa, recordó a la Iglesia y al mundo que su autoridad es de servicio y no de dominio y reafirmó su vocación ecuménica, acorde con el sentido original de la primacía en la Iglesia. Con ello buscó un modelo de Iglesia más colegial y menos monárquico, enfatizando su condición de primus inter pares para sugerir una forma de liderazgo más humilde, participativo y atento a las periferias.
LA PROFECÍA DE LOS PAPAS
La lamentable pérdida del papa Francisco abriría espacio a la Sede Vacante que iniciaría con su funeral y seguiría con un Cónclave en la que 131 cardenales habrán de elegir al próximo papa de la Iglesia Católica, el 113 conforme la serie nominada de Obispos de Roma atribuida supuestamente a Malaquías antes de ser canonizado por el papa Clemente III en 1190. Publicada en 1595, cuatro siglos después de aquellos tiempos en que viviría y más de cuatro siglos a la fecha, la que es conocida como la “Profecía de los Papas” apareció en el Lignum vitæ, ornamentum, & decus Ecclesiae, publicado en Venecia por el monje benedictino belga Arnoldo Wion, historiador de su orden. Un siglo después de su aparición, el jesuita Claude-François Menestrier demostró que esta supuesta profecía era un fraude, quien en su Réfutation des prétendues prophéties de St Malachie observa que las profecías previas a la aparición del texto de Wion se cumplen con precisión y los lemas siempre aluden al lugar de origen, al nombre propio o apellido o al escudo del papa; lo que deja de ocurrir posteriormente.
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Ahora, si como es de esperar pronto habrá un nuevo papa, este sería Petrus Romanus, con quien concluiría la secuencia de la profecía tradicional, lo que para muchos, de dar paso a un sucesor posterior, sería interpretado como clara invalidación de la autenticidad de la profecía o, en todo caso, como una prolongación del fin simbólico: no un apocalipsis literal, sino un cambio radical de era en la Iglesia y en el mundo, pues el último papa “apacentará las ovejas en muchas tribulaciones, tras lo cual la ciudad de las siete colinas será destruida y el Juez Terrible juzgará a su pueblo”.
¿EL FIN DE LOS TIEMPOS?
No. Para Malaquías, de ser autor de la lista, con el último papa sólo sobrevendrá el fin de Roma luego de alrededor de 28 siglos de existencia. Y la destrucción de una ciudad para nada puede considerarse como un fin de los tiempos. Vaya, ni siquiera de la humanidad, aunque advierta que luego de la referida destrucción citadina sobrevendrá el juicio del Juez Terrible.
Asumir la extinción de la humanidad no sería entonces lo que ocurriría. ¿Cuándo entonces es esperable este fin? No existe una fecha definida, ni siquiera una certeza de que así ocurrirá en una fecha determinada, menos próxima. Es verdad que acciones de la propia especie, como una guerra nuclear, pudieran terminar con la existencia humana —o al menos como hasta ahora la conocemos— y de otras especies. Y es verdad que eventos naturales como cataclismos volcánicos o el eventual impacto de un objeto celeste pudieran terminar con la vida en la Tierra, aunque múltiples erupciones violentas no es algo que esté a la vista y que la caída de un meteoritos resulta cada vez más remoto que sea causa de una extinción, toda vez que entre mayor sea el cuerpo más lejana su detección respecto al momento de un encuentro, lo que abre la puerta a soluciones como el impacto, el arrastre u otros mecanismos que desvíen su trayectoria de ser mayor y de que en caso de carecerse de tiempo para hacerlo, se suponga un tamaño del objeto que lo haga incapaz de extinguir la vida en el planeta.
Esto remonta el fin de la vida en la Tierra a un millardo de años, cuando el Sol caliente tanto la superficie que haga difícil, sino imposible, la preservación de la vida. O tal vez y como máximo a los hasta cinco millardos de años esperables para que el Sol se expanda en Gigante Roja y acabe con todo rastro de vida en la Tierra. Pero ello no supondrá de manera alguna el fin de los tiempos, pues estos continuarán siendo contables por un lapso más amplio, de al menos 22 millardos de años, de pensarse en un escenario de Gran Desgarre, en que la energía oscura haya continuado acelerando el ritmo de expansión del universo hasta la ruptura de toda conexión de materia y la dilución de toda forma de energía. El horizonte se amplía a muchísimo más tiempo si la expansión del universo no se acelerara y simplemente se arribará en esos diez años elevado a mil años para un Gran Enfriamiento, donde el universo alcanzará una muerte térmica.
Pero es claro que eso podría suponer un final de los tiempos al carecerse de todo reloj, o bien no, pues existen conjeturas que suponen que más allá de la cesación de toda actividad térmica en nuestro universo, de sus cenizas podría renacer un nuevo universo, con similares o distintas leyes y variables fundamentales, en un nuevo eón en que la existencia tuviera una nueva oportunidad de un infinito número de ciclos, en una visión coincidente con las iteraciones de Kalpas de la tradición hinduista. No habría entonces un fin de los tiempos, pues la realidad sería cíclica y eterna, en un fluir interminable en que siempre cabrá la posibilidad, si no la certidumbre, de un renacimiento de Francisco y no habrá condena para no tener una segunda oportunidad, como las estirpes condenadas a Cien años de soledad.
