En medio del ruido de la política, la violencia y la desigualdad, América Latina experimenta un fenómeno que pasa casi inadvertido: el resurgir de lo comunitario. No aparece en la prensa, no se mide en las bolsas de valores ni suele formar parte de los informes del FMI. Pero está ahí, latiendo en barrios, comunidades indígenas, redes campesinas y movimientos urbanos.
En muchos países, donde los Estados han fallado en garantizar derechos básicos, las comunidades han comenzado a organizarse por sí mismas. No por ideología, sino por necesidad. Porque si el agua no llega, se busca la forma de cavar pozos. Si no hay atención médica, se capacita a promotores de salud. Si las escuelas públicas se caen, se improvisan espacios de aprendizaje.
En Bolivia, las rondas campesinas garantizan la seguridad en zonas rurales donde el Estado es un fantasma. En Colombia, tras el Acuerdo de Paz, decenas de comunidades afrodescendientes e indígenas reactivaron sistemas propios de justicia. En México, los pueblos originarios de Oaxaca y Guerrero han logrado formas de autogobierno que funcionan con eficacia y legitimidad.
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Esta fuerza comunitaria no es un invento nuevo. Viene de siglos de resistencia y de memorias compartidas. Se nutre de prácticas ancestrales como el ayni andino, el tequio mesoamericano o la minga amazónica. Son formas de cooperación donde el valor no es el dinero, sino el tiempo compartido, el trabajo solidario y la reciprocidad.
Pero lo verdaderamente revelador es que este tejido comunitario no es sólo rural. También crece en ciudades que parecen condenadas al caos. En Buenos Aires, los comedores populares se multiplican con redes vecinales. En Santiago, tras el estallido social, los cabildos barriales discutieron cómo rehacer el país. En Lima, Medellín o Caracas, los jóvenes crean huertos urbanos, brigadas culturales y radios comunitarias.
Lo comunitario se está convirtiendo en una forma de respuesta frente a la incertidumbre. América Latina, golpeada por pandemias, inflación y modelos económicos excluyentes, encuentra en lo colectivo un camino alternativo. Es una manera de rehumanizar la política, de recuperar lo común en un continente fracturado.
Claro que no todo es ideal. Las experiencias comunitarias también enfrentan tensiones, conflictos internos y riesgos de cooptación por partidos o mafias. No se trata de romantizarlas. Pero sí de reconocer su potencia transformadora y su capacidad de cuidar la vida en contextos donde parece no valer nada.
Lo comunitario no reemplaza al Estado. Pero sí lo interpela. Lo obliga a repensarse desde abajo, desde la horizontalidad y el respeto a las autonomías. Y puede ser, incluso, una escuela de democracia más profunda que muchas instituciones fallidas.
En tiempos donde la política institucional está desgastada y la confianza pública se derrumba, América Latina encuentra una reserva ética en sus comunidades. No hay salvadores, hay redes. No hay recetas únicas, hay aprendizajes compartidos.
Ese renacer silencioso podría ser, quizá, la semilla de una nueva ciudadanía. Una que no espera, sino que actúa. Una que no delega todo, sino que participa. Una que entiende que el futuro no vendrá desde arriba, sino desde lo que hagamos juntos.
Ahí, en ese entretejido invisible de manos que se ayudan, de ollas que se comparten y de palabras que se escuchan, está ocurriendo algo profundamente latinoamericano. Y aunque no ocupe portadas, merece ser contado.