C. CIUDADANA ROSARIO PIEDRA IBARRA / DEFENSORA EN JEFE DEL HUMANISMO MEXICANO
Muy desaparecida recomendadora:
Estoy por terminar de leer un libro perturbador. Lleva por título “El doctor Pasavento” y es una novela que narra los desequilibrios mentales de un escritor español que un buen día, hastiado de las obligaciones de una carrera exitosa, harto de rumiar la vida en soledad, decide desaparecer. No decide matarse, ni siquiera lo considera, sino tan solo desaparecer. Así que no regresa a su casa en Barcelona, no acude a una conferencia programada en Sevilla, antes bien empieza a deambular, primero París, luego Nápoles, otra vez París, siempre Nápoles, cortando de golpe sus contactos con el mundo exterior.
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Pronto se da cuenta que si bien puede borronear su presente, no hablar con nadie, no contestar correos electrónicos, aislarse en un anodino cuarto de hotel, la memoria lo mantiene en contacto con su yo anterior: sus recuerdos persisten, no desaparecen. Se inventa entonces otro nombre, otra profesión (se presenta como psiquiatra), otra residencia (finge que vivió en Estados Unidos), y construye en su cabeza otra infancia y otro matrimonio (con una beldad llamada Daisy Blonde), ambos episodios felices, nada que ver con las tormentosas experiencias de su vida real. No hay caso: el espejo le recuerda quién es.
Obsesionado por diluirse sin dejar huella, deseando que nadie lo mencione y, a la vez, ofuscado porque nadie lo busca, termina solicitando su ingreso al manicomio de Herisau, en Suiza, primero como psiquiatra, luego como paciente, siguiendo los pasos de un escritor de verdad, el suizo Robert Wasler, quien en efecto desapareció de pronto pues, tras una fulgurante carrera que despertó el entusiasmo de sus contemporáneos, ingresó por voluntad propia al sanatorio mental y se negó a que lo dieran de alta, alegando que oía voces dentro de su cabeza, mientras guardaba un silencio literario que se prolongó los últimos 32 años de su vida.
Es difícil resumir en un par de párrafos un argumento tan complicado, donde la ficción se confunde con la realidad y, en forma reiterada, queda de manifiesto la tenue línea que separa la locura de la cordura. El doctor Pasavento no existe, es un personaje de ficción, pero sus recuerdos son muy concretos, pertenecen a seres de carne y hueso, que en algún momento sintieron, o pretendieron, o buscaron de manera deliberada concretar la obsesión que se despliega página tras página: desaparecer.
Pasavento es sin duda un nombre evocativo, tan ligero como travieso, tan pasajero como airoso. Busqué su significado en los diccionarios disponibles en la web en español, en catalán, en italiano, sin mayor éxito, pero es indudable que el vocablo juega con el verbo ‘pasar’ y el sustantivo ‘viento’, evocando un fenómeno físico, el viento que pasa, que bien se puede equiparar a una desaparición dinámica y continua. Si la palabra pasavento existiera, sin duda sería pariente cercano de barlovento (de donde viene el viento) y de sotavento (a donde el viento va), dos direcciones elusivas que existen y no existen, dos rumbos que aparecen y desaparecen.
Ese prodigio de prosa se debe a la pluma más que inquieta de otro escritor español, Enrique Vila-Matas, tanto o más obsesivo que el propio Pasavento con el tema de la desaparición. Hace unos años Vila-Matas publicó otro libro, “Bartleby y compañía”, un recuento de escritores célebres que se eclipsaron, se desvanecieron, se disiparon, se esfumaron, o más bien, trataron de desaparecer y no pudieron, empezando por el mexicano Rulfo (que publicó dos libros y sanseacabó), siguiendo con el francés Rimbaud (que dejó de publicar a los 19 años), e incluyendo a Franz Kafka (quien destruía sus obras), a Robert Musil (quien clamaba por el anonimato), a Herman Melville (quien dejó la pluma en el tintero por 34 años), a muchas docenas de autores tentados por el impulso de la negación, y al propio Bartleby, quien no podía desaparecer porque nunca existió, pues es un personaje de Melville.
Todo esto se lo cuento, Señora Guardiana de la Fe Cuatroteísta, para dejar en claro que desaparecer así nomás es tema complejo, meta inalcanzable para la galería de escritores de Vila-Matas, paraíso remoto para los afanes del doctor Pasavento, y operativo complejo en cualquier rincón del planeta, excepto en México, donde en los seis años y fracción que hemos estado al cuidado de un gobierno humanista, sumamos la estremecedora cantidad de 59 mil 375 desaparecidos.
Debo decirle que esa cifra no es exacta pues corresponda a un cálculo efectuado por la Comisión Nacional de Búsqueda a principios de semana y, como le estoy enviando esta carta en día domingo, hay que considerar que cada 42 minutos desaparece una persona en México, por lo cual, dependiendo de la hora y el día en que Su Persona la lea, debe hacer el ajuste correspondiente.
Como el doctor Pasavento, estos 59 mil 375 desaparecidos (y sumando) no se esfumaron sin dejar huella. Algunos dejaron un par de zapatos, una mochila de escuela, una chamarra deportiva, una parte mutilada de su anatomía, un fragmento de hueso calcinado, un mechón de pelo chamuscado, un trozo de dentadura, una credencial de elector, un retazo de vida, un mensaje elocuente de no querer desvanecerse, y en más de una ocasión, una madre buscadora que no desaparece y que desdice los decires pasajeros y ventosos del gobierno humanista.
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Su Persona coincidirá con mi persona en que el Movimiento de Regeneración Nacional (con mayúsculas), la Revolución de las Conciencias (siguen las mayúsculas), el Humanismo Mexicano (ídem), el Mejor Presidente de México (ídem) y la Primera Mujer Presidenta (con A), que se presentaron en público con el eslogan Juntos Haremos Historia, no pueden pasar a la historia con la mancha de los 59 mil 375 desaparecidos, el desdoro de los campos de exterminio, la infamia de los hornos crematorios.
He leído con atención las seis propuestas que formuló Doña Claudia para enfrentar el problema. Todas me parecen loables y necesarias, todas apuntan en la dirección correcta, pero todas, sin excepción, tienen el sello de la intrascendencia, de la vacuidad, pues se refieren a recopilar mejor la información estadística y biométrica de los vivos, a contar mejor a los vivos que contra su voluntad desaparecen, a identificar mejor a los desaparecidos que reaparecen en partes o en fragmentos, a informar mejor sobre los cadáveres que vaya arrojando la búsqueda, a acompañar mejor a los familiares de las víctimas, pero ninguna, ¡hélas! (ya me estoy afrancesando, como Pasavento), propone detener la escalada de desapariciones, combatir ese delito de manera frontal y decidida, contener ese ventarrón que sopla en la dirección inequívoca de las cámaras de tortura y las fosas comunes.
Ese paquete de medidas, aparte de que ya ha sido presentado en el pasado con diferentes etiquetas, además de que tiene la apariencia de una cortina de humo, como las que brotan de los hornos crematorios, no va a borronear la mácula histórica que se va dibujando sobre la 4T. Aquí lo que se necesita es una solución radical, tajante, drástica, que libere al Humanismo Mexicano de cualquier sospecha o responsabilidad, y en ese tenor, con el atrevimiento de los locos, con quienes me familiaricé en noches recientes, pues acompañé a Pasavento a su visita a Herisau, quiero proponer a Su Persona, en su calidad de Defensora Nacional de los Derechos Humanos, que envíe cuanto antes al Congreso una iniciativa de ley, o aún más, una reforma a la Constitución, para incluir entre las garantías individuales que gozamos los mexicanos el derecho a desaparecer.
Como no soy abogado, no sé si Su Persona tenga facultades para colocar una propuesta de tal magnitud en la lista de urgencias del Poder Legislativo, pero sin duda ese detalle se puede arreglar con un sencillo mayoriteo del pleno o de la comisión correspondiente. Tampoco soy experto en técnica legislativa, así que ignoro por completo si ese derecho a la desaparición podría incluir algunas variantes, como el derecho a la tortura previa, el derecho a morir chamuscado, o el derecho más reposado de simplemente desvanecerse, como el viento.
Sí sé, en cambio, que aparte de que ese derecho haría muy feliz a Pasavento, a la galería de renegados de Vila-Matas, a los autores materiales del ventarrón de desapariciones y a las autoridades coludidas en esa masacre cotidiana e infinita, tal ajuste en la Carta Magna desaparecería de tajo la pavorosa cifra de 59 mil 375 desaparecidos, que en forma automática dejarían de ser víctimas de un delito espeluznante, para convertirse en simples ciudadanos que están ejerciendo un derecho.
Me hago cargo de que Su Persona recibirá algunas críticas al elevar a la consideración del Congreso tan singular propuesta, pues parece contraria a la filosofía del organismo que Su Indolencia encabeza, pero siempre se puede alegar que, si la Constitución ya prevé el derecho a la vida, por qué no va a incluir el derecho a la muerte, incluyendo esa muerte en suspenso que conlleva cada desaparición. Como aseguran los biólogos, y sin duda estarían de acuerdo el doctor Pasavento y los locos de Herisau, la vida y la muerte son la misma cosa.
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Tal vez Su Persona se pregunte por qué la elegí como destinataria de esta carta. La razón es muy sencilla: encuentro en su cargo y en su encargo las sinrazones y los vicios que están hundiendo a la 4T. No pretendo tener voz de profeta y augurar que los gobiernos de Morena van a desaparecer, pero sí siento que el tamaño del descrédito es tan mayúsculo que ocuparán un lugar muy lamentable en la historia.
La saga de las desapariciones es muy elocuente y su colofón, el rancho de Teuchitlán, tiene todos los elementos para convertirse en el dolor de cabeza del sexenio, un sello distintivo de las contradicciones del régimen, algo así como el Ayotzinapa del Segundo Piso, sobre todo si Doña Claudia insiste en defender lo indefendible.
La presidenta con A le ha pedido a la opinión pública no adelantar vísperas, esperar el resultado de las investigaciones. En cualquier otro lugar del mundo hace sentido esa petición, pues las investigaciones sirven para esclarecer, pero no en México, donde tienen la función de ocultar y de encubrir. Para muestra le tengo una colección inacabable de botones, empezando por la matanza de Tlatelolco, el Jueves de Corpus, la Guerra Sucia, la explosión de San Juanico, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, la masacre de Aguas Blancas, la matanza de Acteal, la violación tumultuaria de Atenco, las ejecuciones extrajudiciales en la guerra contra el narco, los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, el desplome de la línea 12 del Metro y la masacre de la familia Le Barón, para citar solo las que recuerdo en este momento.
Ninguna de esas investigaciones culminó con el castigo de los responsables, como no sea la de culpables muy menores, auténticos chivos expiatorios para dar por cerrado el expediente. Su Persona debe de estar harto consciente de este desenlace, pues sufrió en carne propia la desaparición forzada de su hermano Jesús, orquestada desde el mismo gobierno por mandos criminales, que concluyó con la absolución del principal de los responsables.
Toda vez que Doña Claudia ofreció usar “toda la fuerza del Estado” para aclarar lo que pasó en el rancho Izaguirre, tal vez debería aplicar su poderío en destituir y procesar al gobernador y al exgobernador, al fiscal y al exfiscal, a los alcaldes, a los mandos de policía, a los propietarios de la tierra, a los funcionarios que abandonaron un predio que ya había sido asegurado. Eso es lo que sucedería en cualquier país civilizado, la remoción inmediata de las autoridades, pues si no son culpables de encubrimiento (que de seguro varios lo son), sí son responsables morales y políticos de la existencia de ese purgatorio, ya sea por distracción, por omisión, o por dura y pura ineptitud.
Como eso no va a suceder, déjeme transcribir un párrafo del libro que hoy me perturba, una sentencia que suelta el doctor Pasavento justo cuando acaba de visitar el manicomio de Herisau. Dice así: “El hecho es que Wasler, aparte de ser un maestro en el arte de la desaparición, da la impresión de haber sabido ver antes que muchos hacia dónde evolucionaría la distancia entre Estado e individuo, máquina de poder y persona. ¿Me sigue usted? Me gusta su ironía secreta y su prematura intuición de que la estupidez iba a ir avanzando ya imparable en el mundo occidental. ¿Me sigue usted? Yo creo que él, tal vez sin saberlo, dio un paso más, facilitó la descripción del núcleo del problema, que no es otra que la situación de absoluta imposibilidad del individuo frente a la máquina devastadora del poder”.
¿Me sigue usted? Por eso le escribí, no quería que esas palabras se las llevara el viento, sobre todo ahora que estas cartas, como el doctor Pasavento, pretenden desaparecer por una temporada, eclipsarse a partir del mes de abril. Me consuela pensar que alguna huella dejaron en el camino y, a la vez, me desconsuela saber que mi actual destinataria, como ha quedado ampliamente demostrado en el caso de los desaparecidos, tiene una Piedra por apellido y otra piedra por corazón. Con ese pesar, registre Su Persona la desaparición por el rumbo de sotavento de