DERECHOS HUMANOS

En el Día de los Derechos Humanos: cuando el retroceso se vuelve rutina

Hablar de derechos humanos exige asumir el costo político de la coherencia, algo que en nuestro país no se ve cuando estamos frente a una reforma que defiende a los jueces sin rostro, en tanto se debilita el juicio de amparo. | María Emilia Molina de la Puente

Escrito en OPINIÓN el

El 10 de diciembre conmemoramos la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero en el México de hoy -y en buena parte de la región- la pregunta incómoda ya no es si estamos avanzando lo suficiente, sino cuántos pasos hemos retrocedido en muy pocos meses. Como recordó recientemente el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, en 2025 los derechos humanos están “bajo ataque, debilitados y subfinanciados”, incluso con su propia oficina en “modo supervivencia”.

En México, este retroceso no es una abstracción. Se expresa en reformas constitucionales y legales, en decisiones políticas presentadas como respuestas “valientes” a la inseguridad, pero que en los hechos erosionan el Estado de derecho, la independencia judicial y las garantías básicas del debido proceso. Y lo más preocupante: ya no son episodios aislados, sino una secuencia coherente de pasos hacia modelos más autoritarios.

Una reforma judicial que debilita a quienes deben proteger los derechos

La reforma judicial que sustituyó a una parte sustantiva del Poder Judicial Federal mediante elecciones populares fue señalada por organismos internacionales como un golpe directo a la independencia judicial. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtió que el diseño de esta reforma amenaza el acceso a la justicia y el Estado de derecho en México.

Human Rights Watch, por su parte, documentó que el reemplazo masivo de jueces y magistrados por personas electas en un proceso altamente politizado ha minado la independencia judicial justo cuando más se necesita un contrapeso frente al poder político.

Es cierto que la elección popular puede sonar “democrática”. Pero en contextos de captura institucional, desigualdad extrema y concentración mediática, lo que se abre no es la puerta de la democracia sino del clientelismo y la subordinación. Lejos de acercar la justicia a la ciudadanía, se corre el riesgo de someterla a las mismas lógicas de lealtades políticas y financiamiento opaco que han distorsionado otros espacios públicos.

Jueces sin rostro: seguridad sin garantías

En paralelo, el país discute la figura de los llamados “jueces sin rostro”, incluida en la reforma constitucional y ahora en proceso de implementación en el Código Nacional de Procedimientos Penales. Tras fuertes críticas externas e internas, el Senado decidió posponer el dictamen hasta el próximo periodo de sesiones, precisamente por las dudas que genera frente a los estándares internacionales del debido proceso.

La narrativa oficial insiste en que se trata de “proteger” a las personas juzgadoras frente al crimen organizado. Pero ocultar la identidad de quien decide sobre la libertad o la vida de las personas rompe con principios básicos: el derecho a ser oído por un juez independiente e imparcial, el carácter público del juicio y la posibilidad de ejercer control ciudadano sobre el poder punitivo.

La experiencia regional es clara: figuras similares han derivado en abusos, montajes judiciales y opacidad incompatible con los estándares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. La promesa de seguridad termina siendo, en el mejor de los casos, un espejismo; en el peor, una coartada para normalizar la excepción.

Entregas exprés y extradición sin garantías

Otro síntoma del deterioro es la forma en que México ha comenzado a “entregar” personas reclamadas por Estados Unidos sin agotar plenamente los procedimientos de extradición. En 2024 y 2025 se realizaron traslados exprés de personas privadas de la libertad —a veces en decenas— en procesos que organizaciones especializadas consideran carentes de pleno control judicial, con dudas sobre el derecho de defensa y sobre el cumplimiento estricto del tratado de extradición.

El gobierno ha defendido estos traslados como decisiones de “seguridad nacional”, y aunque anunció una pausa temporal, dejó abierta la puerta a futuras operaciones similares. Es una tendencia preocupante: se consolida una cultura de atajos, donde la mano dura se exhibe como trofeo político aunque se vulneren reglas que, durante décadas, México exigió respetar en el ámbito internacional.

Prisión preventiva oficiosa: desobedecer a la Corte Interamericana

La prisión preventiva oficiosa -esa figura que ordena encarcelar automáticamente a personas imputadas por un catálogo de delitos, sin necesidad de argumentar la necesidad de la medida por parte de la fiscalía y ni siquiera razonar la imposición por parte de los jueces- fue declarada contraria a la Convención Americana por la Corte IDH en los casos García Rodríguez y otro y Tzompaxtle Tecpile y otros vs. México. La Corte señaló que esta medida limita el rol judicial, vulnera la presunción de inocencia y convierte la privación de la libertad en una regla automática.

Lejos de acatar plenamente estas sentencias, México ha mantenido -y aumentado el catálogo- en la Constitución y en la práctica la prisión preventiva oficiosa. Ello tiene efectos catastróficos: sobrepoblación penitenciaria, criminalización de la pobreza e incapacitación estructural del Poder Judicial para realizar controles individualizados.

El mensaje es devastador: incluso frente a condenas internacionales claras, el Estado mexicano prefiere sostener una herramienta de encarcelamiento automático antes que replantear su política criminal, invertir en investigación seria y fortalecer capacidades institucionales.

Reforma al juicio de amparo: apagar el último semáforo

El juicio de amparo ha sido el mecanismo histórico para frenar abusos de autoridad en México. Por eso, las recientes reformas que restringen suspensiones y reducen el alcance del control judicial han sido calificadas como un riesgo grave para la división de poderes y la protección de los derechos.

Sumadas a la reforma judicial, estas modificaciones consolidan un patrón de debilitamiento del control constitucional: cuando el Ejecutivo acumula poder y al mismo tiempo se recortan las herramientas para cuestionarlo, la retórica de “transformación” se acerca peligrosamente al autoritarismo.

Lo que ocurre en México no es una excepción latinoamericana, sino una variante de una tendencia regional: se gobierna con el lenguaje de los derechos, pero se legisla y se actúa contra ellos.

En El Salvador, el régimen de excepción -prorrogado ya más de cuarenta veces- ha suspendido garantías constitucionales y permitido más de 80–90 mil detenciones, muchas de ellas arbitrarias, con cientos de denuncias de tortura, desapariciones forzadas y muertes bajo custodia.

La CIDH y Amnistía Internacional han documentado cómo las reformas penales y el abuso del sistema carcelario han vaciado de contenido el Estado de derecho, convirtiendo la excepción en regla.

En Nicaragua, el cierre masivo de más de 5,000 organizaciones, medios y universidades desde 2022, así como la persecución contra voces críticas, ha sido denunciado por la Oficina de la ONU para los Derechos Humanos y por expertos internacionales como parte de una política represiva sistemática.

En 2025, el régimen decidió incluso retirarse del Consejo de Derechos Humanos de la ONU tras un informe que describió crímenes de lesa humanidad.

En Perú, la CIDH y la ONU han señalado graves violaciones a los derechos humanos en el contexto de las protestas de 2022 y 2023, con uso excesivo de la fuerza, ejecuciones extrajudiciales y falta de cumplimiento de las recomendaciones internacionales.

Incluso en Estados Unidos -referencia habitual del discurso de “cooperación” en seguridad-, organizaciones como Amnistía Internacional han denunciado condiciones inhumanas y prácticas que califican como tortura en centros de detención migratoria como el recién construido “Alligator Alcatraz”, donde personas son sometidas a castigos extremos y detenciones en régimen de incomunicación.

El monitoreo global CIVICUS, además, ha advertido que países como El Salvador, México, Colombia, Guatemala, Haití y Perú comparten una tendencia preocupante: el estrechamiento del espacio cívico y el uso del derecho penal para castigar a voces críticas.

En su mensaje por el Día de los Derechos Humanos 2025, Volker Türk recordó que los derechos humanos son “nuestra brújula en tiempos turbulentos”, y advirtió que, mientras las crisis se multiplican, los recursos para defenderlos se reducen.

Esa imagen es particularmente pertinente para México y la región: hemos perdido el norte precisamente cuando más necesitaríamos instituciones fuertes, independientes y con capacidad de decir “no” al poder.

Celebrar el 10 de diciembre no puede reducirse a repetir consignas ni a publicar mensajes vacíos en redes sociales. En un país que mantiene la prisión preventiva oficiosa pese a las sentencias de la Corte IDH; que discute jueces sin rostro mientras debilita el juicio de amparo; que presume la “entrega” expedita de personas a otro país sin garantizar plenamente sus derechos procesales, hablar de derechos humanos exige asumir el costo político de la coherencia.

Eso implica, entre otras cosas:

  • Exigir la plena implementación de las sentencias interamericanas, comenzando por la eliminación real de la prisión preventiva oficiosa. 
  • Revertir las reformas que politizan la integración del Poder Judicial y restringen el amparo, en lugar de seguir alimentando la ficción de que se fortalece la “democracia” debilitando a los jueces.
  • Detener la normalización de figuras de excepción —jueces sin rostro, entregas exprés, estados de excepción indefinidos— que erosionan el debido proceso y convierten la seguridad en pretexto para la impunidad estatal. 
  • Defender el espacio cívico: la libertad de expresión, la labor de periodistas, personas defensoras y organizaciones que, en toda la región, son quienes pagan el costo más alto por denunciar estos retrocesos.
  • No se trata de negar la gravedad de la violencia ni de la captura criminal de territorios e instituciones. Se trata de recordar, con realismo y memoria histórica, que la apuesta autoritaria nunca resuelve la inseguridad; solo redistribuye la violencia, oculta a los responsables y debilita a quienes deberían investigar, juzgar y sancionar conforme a derecho.

En el Día de los Derechos Humanos, quizá la forma más honesta de conmemorar no sea decir que “estamos mejor”, sino atrevernos a nombrar los retrocesos, identificar los puntos de no retorno y articular una agenda clara para recuperar el terreno perdido. El desafío es mayúsculo, pero también lo es la responsabilidad de quienes, desde la judicatura, la academia, el periodismo, las organizaciones y la ciudadanía, nos negamos a normalizar que el lenguaje de los derechos humanos sirva para encubrir, precisamente, su desmantelamiento.

Porque es precisamente en este contexto,  cuando el mundo reconoce la resistencia y nosotros -en México- normalizamos el retroceso.

La entrega del Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado introduce un contraste difícil de ignorar para América Latina. Mientras la comunidad internacional reconoce a una dirigente que ha resistido décadas de autoritarismo, persecución política y desmantelamiento institucional en Venezuela, varios países de la región -tal vez ninguno de manera tan acelerada como México- dan pasos en sentido contrario: justifican medidas de excepción, debilitan a los tribunales, castigan la disidencia institucional y erosionan las garantías democráticas desde dentro.

En su discurso en Oslo, Machado afirmó: “Si queremos tener democracia, debemos estar dispuestos a luchar por la libertad”, recordando que la paz no nace de la obediencia al poder, sino de la integridad y el coraje cívico. También advirtió que un pueblo que elige ser libre “contribuye con toda la humanidad”. Esa afirmación nos interpela directamente.

El Nobel otorgado a Machado no celebra un triunfo inmediato, sino la persistencia ética frente al autoritarismo. Ese reconocimiento internacional debería funcionar como espejo para nuestra región: muestra el precio que tienen la dignidad, la independencia judicial, el voto libre y el derecho a la verdad cuando se enfrentan a regímenes que usan la legalidad para vaciarla de contenido.

México no es Venezuela. Pero ningún país está blindado contra las derivas autoritarias cuando tolera la excepción, desactiva al juez independiente, restringe controles constitucionales y normaliza prácticas que violan estándares internacionales. Los retrocesos democráticos rara vez se anuncian con estridencia: se infiltran como medidas “necesarias”, “temporales” o “valientes”, hasta que, de pronto, las instituciones ya no pueden defender a nadie

En el Día de los Derechos Humanos, el Premio Nobel de la Paz nos recuerda que la democracia no se pierde de golpe, sino por acumulación de silencios, concesiones y renuncias éticas.

Nombrar los retrocesos, resistir su normalización y defender las instituciones que incomodan al poder no es un gesto retórico: es la única forma de evitar que, cuando el mundo vuelva a mirar hacia nosotros, ya sea demasiado tarde.

Porque si los derechos son nuestra brújula, este 10 de diciembre debería servir, al menos, para admitir que estamos peligrosamente desviados del camino… y que todavía estamos a tiempo de corregir el rumbo.

María Emilia Molina de la Puente

@EMILIAMDLAP