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¿Por qué hay tanta simulación?

La simulación política es un montaje basado en el engaño y el artificio, que sigue funcionando porque está arraigada profundamente en nuestra cultura. | José Antonio Sosa Plata

Escrito en OPINIÓN el

Una de las críticas principales que hizo la oposición con el nombramiento de la fiscal de la Nación, Ernestina Godoy, fue la simulación que hubo desde el momento en que Alejandro Gertz dejó el cargo hasta el proceso fast track para elegir, de una terna, a la nueva titular.

El argumento fue claro: la decisión en favor de la Consejera Jurídica de la Presidencia estaba tomada y sólo se cuidó el procedimiento jurídico. ¿Por qué se hizo así? La respuesta es obvia. Porque una decisión pragmática con estas características fortalecería al equipo de la presidenta y evitaría conflictos mayores para el movimiento de la llamada 4T.

Tampoco hubo sorpresas. En política, la simulación ha existido siempre. Pero también está presente en prácticamente todas nuestras relaciones y actividades. En el espacio de la comunicación política, se trata de una herramienta indispensable dentro de cualquier estrategia, aunque a veces a algunos se les olvida que existen límites y valores.  

Simular es un artificio, un juego teatral, una representación ficticia de la realidad que se altera en favor del cumplimiento de objetivos y metas. Para que funcione, se requieren dos condiciones: que el engaño se acepte sin resistencia; o que, a pesar del conflicto, se asuman los costos de la decisión sin afectar los intereses de quienes tienen el poder.  

Por si no lo viste: ¿Cómo se remueve al titular de la FGR? 

Durante el proceso de cambio de fiscal, se cumplieron ambas condiciones. Gracias al enorme poder que se ha acumulado desde y para la Presidencia de la República, el análisis de riesgo fue adecuado. Los impactos negativos eran menores. Sólo habría algo de ruido. La ciudadanía no se rebelaría. Por lo tanto, la estrategia funcionó, al menos temporalmente.

Si lo vemos desde una perspectiva crítica, han sido muchas las ocasiones en que los liderazgos de Morena y sus aliados han puesto en marcha esta práctica. Lo hicieron desde que el expresidente Andrés Manuel López Obrador imponía sus proyectos y decisiones desde Palacio Nacional y les exigía a las y los legisladores que no quitaran, ni una coma, a sus iniciativas de ley.

Sin embargo, lo cierto es que nuestra historia política está plagada de simulaciones y narrativas falsas que no han tenido grandes obstáculos. En los tiempos de los 70 años de hegemonía del PRI se simulaba todos los días, en todos los espacios, en todas las instituciones. También lo hicieron los gobiernos panistas. Y, por supuesto, en ciertas ocasiones les funcionaba.

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En la vida, todas y todos simulamos. Lo hacemos porque queremos aparentar lo que no somos, lo que no tenemos, lo que no conviene que se sepa, lo que quisiéramos ser. Con simulaciones, ocultamos carencias y creencias, cuidamos nuestra reputación, pero también sirven para chantajear, amenazar o presionar. 

Las simulaciones son representaciones que sirven para ocultar situaciones que no nos convienen o para atacar o someter a los adversarios y enemigos. La simulación es un mecanismo de protección y sobrevivencia, pero también es un acto de poder.

En el país, durante el siglo pasado, se simulaba que teníamos una democracia más robusta. Se nos hacía creer que la división de poderes era efectiva, que se respetaba la Constitución y que había un modelo de contrapesos. Se insistía en la autonomía de algunas instituciones. Se aceptaba que la mayoría de sindicatos en realidad defendían los intereses de los trabajadores. Se nos aseguraba que se trabajaba en favor de los más vulnerables y que había seguridad.

La simulación democrática se convirtió en una práctica fundamental de nuestra cultura política. Para que fuera más eficaz, no sólo había mentira y engaño. Se negociaba, sometía, amenazaba, sancionaba o castigaba a quien ofreciera resistencia. Pero —igual que ahora— se cuidaban las formas para aparentar que la ley se cumplía y respetaba.

En términos formales poco ha cambiado con las técnicas de simulación. Muchos de los de antes y los de hoy portan su máscara sin remordimientos ni resentimientos. Engañan. Incluso, se llegan a engañar a sí mismos. Y si muchas veces no hay consecuencias negativas, es porque la democracia y nuestro sistema político y jurídico lo permite.

Consulta: Ingolfur Blühdorn. La democracia simulativa. Bogotá, Colombia: Editorial Temis, 2020.

De hecho, la simulación no siempre es mala. Es cierto que la mentira es el detonador que la activa y produce desconfianza en los políticos y en la democracia. No obstante, bien manejada, sirve para luchar por grandes causas. También para lograr el cumplimento de objetivos en favor de la justicia, el bien común y la calidad de vida de la mayoría.

Aún más. En las ciencias sociales, existen varios tipos de simulación y de simuladores. Sus recursos y técnicas son útiles para evaluar escenarios políticos, crear modelos tácticos de acción y reacción y fortalecer los procesos de toma de decisiones. Por sus virtudes, la comunicación política no puede prescindir de este recurso. 

En contraste, también es preciso subrayar que hay de montajes a montajes. Algunos rebasan los límites de la ley y de la ética. Sólo sirven para proteger los intereses políticos y económicos de personajes, grupos de interés y partidos políticos. Se trata de acciones descaradas que, tarde o temprano, terminan por revertirse y —tarde o temprano— la sociedad cobra la factura correspondiente en las encuestas de popularidad y las elecciones.

Recomendación editorial: Clemente Valdés S. La simulación de la democracia. México: Ediciones Coyoacán, 2014.

 

José Antonio Sosa Plata

@sosaplata